Por Marco Teruggi
Nos cansamos de leer que todo estaba perdido, que bastaba un empujón, que el proyecto se había secado de tal manera que no podía ganar ni una elección de junta de condominio, y estaba por partirse como una rama seca. Esos análisis se multiplicaron en los peores meses del chavismo, entre abril y julio, cuando vivimos en carne y hueso cómo se comandaba una operación de asalto al poder por la fuerza. Debía ser el remate del golpe prolongado, el asalto final.
Y acá estamos, iniciando el 2018, con tres victorias consecutivas electorales y políticas, una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) instalada, 18 de 23 gobernaciones chavistas, la amplia mayoría de las alcaldías, las filas unidas. Enfrente la oposición está en fase de ruptura, con insultos cruzados, desorientación estratégica, disparos a sus propios pies, una pérdida de credibilidad en su base social.
¿Cómo es posible este presente político si estábamos por recibir el cross definitivo para el knockout? Se subestimó al chavismo, otra vez, y se sobrevaloró al adversario. Un clásico en la mirada hacia Venezuela, en particular la subestimación. Por falta de cercanía con un proceso complejo aguas abajo, lecturas sesgadas por la aplanadora comunicacional antichavista, miradas superestructurales del proceso. Son hipótesis. La primera pregunta es: ¿qué es el chavismo?
El chavismo
Existen varias dimensiones. Creo necesario empezar por una sustancial: la identidad popular. Así como John William Cooke hablaba del peronismo como el nombre político del proletariado argentino, se puede hablar del chavismo como una identidad política de las clases populares venezolanas. En lo subalterno está el territorio principal donde se construye la revolución, desde donde se recrean pasiones y se sostiene en los momentos más duros. Basta con citar un ejemplo que pocas veces falla: cuanto más humilde es el barrio, más chavista es su gente.
Esa dimensión tiene varias explicaciones. Una primera del orden de la apuesta política de Hugo Chávez, que centró la fuerza, la búsqueda del protagonismo, en los excluidos de la historia nacional, en los pobres. La revolución tuvo desde sus inicios un marcado corte de clase que se sostiene hasta hoy. Segundo, que esa apuesta del sujeto fue acompañada por una voluntad de participación y organización que vertebró políticas de Estado, iniciativas presidenciales, experiencias de formación y politización. Se buscó romper con la mirada pasiva/consumidora para construir una activa/protagonista. La apropiación del proceso fue, en consecuencia, masiva. Una tercera explicación radica en esa misma experiencia de vida de la revolución en contraste con la historia de vida anterior, la afirmación nacional, popular, identitaria, el orgullo de ser quien se es. Esa es generalmente la más fuerte en una conversación. Finalmente, una última –aunque se podrían agregar más- surge ante la inserción de la revolución en la historia venezolana, su conexión con una apuesta inconclusa, la del proyecto independentista. En Venezuela se es parte de un proyecto histórico que pelea contra un otro, también histórico.
Esto no se presenta de manera pura y lineal, y sobre esa fortaleza se han descargado numerosos ataques que la han debilitado. Explica, sin embargo, cómo en esta situación de deterioro material existe una base social chavista estimada en 30/35% de la población. Permite entender también cómo no termina de resultar la ecuación planteada por la derecha, que consiste en agudizar los ataques sobre la economía con el cálculo de que automáticamente aquello se traducirá en una acumulación política electoral o en calles insurreccionales.
El chavismo es también partes y mediaciones. Lo primero es tener presente el carácter cívico-militar del movimiento. Está en su génesis, su épica, su fortaleza y también en sus puntos flacos. La presencia militar implica el control de zonas claves del territorio, así como puestos de gobierno y áreas estratégicas de la economía. De allí viene Chávez y una parte de la dirección. Sobre la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) se desarrollaron ataques sistemáticos durante los meses insurreccionales de abril-julio de este 2017: asaltos a cuarteles, llamamientos públicos a no obedecer las órdenes del presidente, amenazas con futuros encarcelamientos. El objetivo era quebrarla y sumar un sector al Golpe de Estado. No sucedió. Quienes tenían especulaciones sobre la lealtad de la FANB encontraron allí un claro límite.
Otro punto es la mediación principal: el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) es el partido dirigido por la dirección de la revolución, del cual también surgen los cuadros a cargo de las instituciones y una gran parte de las candidaturas del chavismo. Se lo suele presentar como una maquinaria electoral que a su vez tiene serias dificultades para desarrollar una política que supere la dinámica con tendencia clientelar en los territorios. Algo de verdad existe en eso, aunque la complejidad es grande: se trata de un partido cuya base y militancia es esencialmente popular, que en el imaginario es “el partido de Chávez” y donde se ponen las expectativas, conducido por una dirigencia que ha reproducido algunas de las lógicas políticas contra las que nació la misma revolución.
Existe otra dimensión central del chavismo que es la organización popular. Es necesario distinguir –aunque las fronteras muchas veces no son nítidas- entre lo que se entiende como movimiento social con respecto al proceso de organización popular construido en la dinámica revolucionaria. Existen sólo contados movimientos sociales con desarrollo en diferentes partes del país, en distintos sectores, con capacidad de movilización y posibilidades de desarrollar una política propia al interior de la unidad chavista. Esa flaqueza representa un problema a la hora de pensar la vitalidad interna del proceso. Lo que en cambio se ha desarrollado masivamente son experiencias organizativas, muchas impulsadas desde el Estado, con sustento a veces jurídico como políticas públicas, en la búsqueda constante de conformar herramientas de poder territorial, popular. No existe barrio popular donde no haya una experiencia de organización, muchas veces dependiente del Estado. La más reciente y masiva, debido a su carácter y a la situación económica, viene dada por los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), organizados para garantizar el abastecimiento de productos de la canasta básica alimentaria.
El chavismo es entonces más que un gobierno o un presidente. Quien no se sumerja en la exploración de las pasiones y las experiencias populares difícilmente pueda superar el análisis superficial.
La derecha
Su corte clasista es nítido. Salvo algunas expresiones, por lo general ex chavistas, toda su dirigencia es de clase alta o media-alta, y su base social también. Lo fue desde el principio del proceso, y si bien en determinados momentos ha logrado ampliar su capacidad de convocatoria, esa característica se mantiene. Eso, con una dosis evidente de desprecio e incomprensión de lo popular condiciona sus análisis, sus lecturas de los tiempos sociales y de los escenarios de batalla. Un caso claro fue lo sucedido entre abril y julio: pensaron que su base tenía más fuerza y que los sectores populares iban a acudir a su llamado. Dedujeron, en parte, el estado de ánimo de las masas a partir de una lectura de las redes sociales, espacio donde se mueven con potencia y dinero. Se equivocaron.
A eso debe sumársele otra dimensión: una parte de la dirección está en el extranjero, principalmente en los Estados Unidos. En primer lugar, aquellos que se autodenominan “el exilio”, prófugos de la justicia por haber participado del Golpe de Estado del 2002 o haber robado millones. En segundo lugar, existe un nivel en la toma de decisiones que se encuentra en el propio gobierno norteamericano. Ha sido frecuente en estos meses ver a los dirigentes opositores ir uno tras otro a los Estados Unidos a buscar apoyo, financiamiento, fotos. Algunas planificaciones y decisiones no residen en Venezuela sino en Estados Unidos –departamento del tesoro, lobbies políticos y económicos, Casa Blanca, comando sur- y en gobiernos y políticos aliados del continente, en particular sectores del gobierno colombiano o ligados a Álvaro Uribe. Articuladas, además, con el bloque aliado o subordinado al imperialismo, desde el abanico de los gobiernos de derecha del continente hasta la Unión Europea, por donde también desfilan los mismos dirigentes.
Quienes duden, pueden rastrear las declaraciones del mismo Donald Trump, tanto en espacios como la ONU, como en la ejecución de sanciones económicas, diplomáticas y la amenaza de una intervención militar. Esta dependencia respecto a los Estados Unidos le otorga una marca particular tanto a la oposición como al mismo conflicto venezolano, que aparece unido a la disputa geopolítica global. La revolución no pelea contra una derecha local.
Resulta sorprendente que todavía algunos análisis que se dicen progresistas o de izquierda anulen esta dimensión.
Este cuadro no debe eclipsar las diferencias al interior de la oposición. Existen allí dos miradas acerca de cómo salir del chavismo: una plantea que debe ser a través de una línea insurreccional acompañada del desarrollo paramilitar; la otra, por la vía electoral. Ambas opciones sufrieron derrotas: la primera cuando el 30 de julio el chavismo logró imponer por los votos la legitimidad de la ANC que desmovilizó la escalada violenta; la segunda, el 15 de octubre, con las 18 gobernaciones en manos chavistas.
Esos resultados adversos pusieron a la derecha en crisis, a dispararse entre sí. La línea violenta acusa a la electoral de ser cómplice de la “dictadura”, mientras que la electoral señala a la otra de entregar espacios de poder sin pelearlos. Ambas derrotas están encadenadas: la derecha del asalto violento –que incorporó metodologías como la quema de personas por ser chavistas o pobres, el asedio a pueblos durante días con gente armada y encapuchada- se aisló de la mayoría la población y en parte forzó el voto a favor de la ANC. La opción, así sentida por mucha gente el día de la elección, giraba en torno a votar o enfrentarse. En ese cuadro, las elecciones a gobernadores conservaron una parte de la tensión dramática vivida los meses anteriores. A lo que se debe sumar un factor: el desencanto por parte de la propia base social de la derecha que castigó con la abstención en las elecciones a gobernadores. Los errores de la dirigencia tienen costos.
Este cuadro contiene un último elemento. La decisión, por parte de los principales partidos, de no presentarse en las elecciones municipales del 10 de diciembre. Una posible explicación es que, ante la posibilidad de una nueva derrota, y a poco de las elecciones presidenciales, decidieron abstenerse para no agravar su crisis electoral. Otra hipótesis es que la línea insurreccional/paramilitar tenga un plan en marcha para volver a levantar una opción armada en los próximos meses.
Parece poco probable que logren volver a convocar en el corto plazo a movilizaciones relativamente masivas: su base social ha sido golpeada en su voluntad de lucha, en la expectativa de lograr una victoria a través de la movilización. Podrían intentar acciones con grupos armados para desgastar el cuadro general o para dar paso a un nivel de violencia superior, ya comandado de forma más explícita por parte de los Estados Unidos.
En ese marco la derecha tiene un punto de acuerdo: el ataque permanente sobre la economía para desgastar a la población, a los sectores populares, quebrar el vínculo con el gobierno, demostrar que el socialismo es inviable, que Chávez estaba equivocado. Llevar al cotidiano una situación de batalla permanente por conseguir elementos básicos, y que eso se traduzca, bien en saqueos, bien en votos. Ese es el escenario de guerra que más han desarrollado y que es, a su vez, donde se concentran las contradicciones del proceso revolucionario.
La economía
Los síntomas de lo que vivimos en la actualidad comenzaron antes de la muerte de Hugo Chávez, con las primeras muestras de desabastecimiento y el señalamiento por parte del gobierno de la existencia de una guerra económica. En 2013 el cuadro era de ensayo de las primeras maniobras: desaparición rotativa de productos como el papel higiénico, la harina de maíz, el dentífrico. Todavía se conseguían medicamentos con relativa normalidad, y los precios no habían alcanzado la escalada que existe hoy y que se profundiza semana a semana. Desde ese año hasta la fecha el cuadro empeoró a paso acelerado, en particular desde 2015, con un agravante medular en una economía como la venezolana: la caída abrupta de los precios del petróleo en 2014.
Pasados más de cuatro años, no existe duda de que la situación económica es producto de un plan de desestabilización prolongada que se une a debilidades propias para construir un escenario crítico. Armar el mapa de los principales puntos de la batalla es complejo: el enemigo casi nunca se muestra, y los actores en juego son tanto nacionales como internacionales.
Uno de los puntos centrales es la frontera con Colombia. 2.219 kilómetros de río, montañas y llanuras separan ambos países. Si bien siempre ha existido una cultura de compraventa entre habitantes de ambos países según el tipo de cambio, lo que se puso en marcha a partir de 2013 fue el contrabando de extracción para desabastecer el país. Comenzaron a articularse mafias para cruzar en grandes cantidades los principales productos de alimentación, medicina, higiene y gasolina. El lado colombiano comenzó a verse abarrotado de mercancías venezolanas. Ya en 2014 se dijo de manera oficial que el 40% de los alimentos venezolanos, producidos o importados, escapaban por la frontera.
Los cierres oficiales de frontera no revirtieron la situación. El contrabando comenzó a abarcar nuevos rubros, como el plástico, y, sobre todo, los mismos billetes, que comenzaron a ser comprados hasta un 30% por encima de su valor. Esto convirtió al billete en una mercancía: al entregar un millón de bolívares en efectivo en Colombia, se recibe, por ejemplo, una transferencia por un millón trecientos mil bolívares en una cuenta venezolana. Esta situación encuentra su explicación en el hecho de ser el bolívar la moneda utilizada para el contrabando, con lo que cuenta con una demanda permanente de billetes del lado colombiano. Esto generó escasez monetaria en Venezuela, donde existen topes máximos de retiro en los bancos, insuficientes respecto a unos precios cotidianos en permanente ascenso. La otra opción pasó a ser la compra de billetes en negocios también con porcentaje: pagar 125 mil bolívares por tarjeta para recibir 100 mil en efectivo.
El contrabando minorista es producto de la dificultad económica y de la híper ganancia que genera: vender 70 litros de gasolina en Colombia genera más dinero que un sueldo mínimo. El contrabando mayorista, en cambio, es obra de mafias instaladas en ambos lados, y de una política de saboteo abierto a la economía venezolana tolerado y/o auspiciado por el gobierno colombiano. Desde allí no se ejerce control alguno a quienes ingresan con mercancías: es un territorio liberado para el contrabando.
De aquel lado está otro de los nudos del ataque: las casas de cambio, que tienen poder, por ley, para dictaminar el tipo de cambio entre el peso y el bolívar según decidan, sin importar a cuánto esté oficialmente establecido por el Banco de la República. Allí el bolívar se deprecia, y ese cambio es la tasa de referencia con la cual se calcula el dólar paralelo, indicador a través del cual la mayoría de los comerciantes en Venezuela, de manera ilegal, ponen precio a sus productos.
Ese dólar aumenta –y esto ha sido comprobado estadísticamente- en dos momentos claves: ante derrotas políticas de la oposición y previo a contiendas electorales. Es un dólar político. Entre abril y mediados de noviembre de este año escaló de 3 mil a 52 mil, en particular luego de la victoria de la ANC y de las gobernaciones. Todos los precios subieron acorde a ese cambio, y más también.
El dólar paralelo es una de las piezas clave del ataque a la economía. En Venezuela existe control cambiario por parte del Estado –era el país con mayor fuga de capitales per cápita en el continente- con dos tipos de cambio según el producto de que se trate. La argumentación de los comerciantes es que al haber una insuficiente oferta de dólares deben recurrir a la compra en el mercado ilegal, situación que los obliga a seguir el aumento de ese dólar en sus ventas. Lo cierto es que la mayoría de los dólares circulantes son los que el Estado oferta en las llamadas subastas de dólares, donde acuden empresas y particulares. El mecanismo es el siguiente: el Estado, quien genera el 95% de las divisas a través del petróleo, pone a la venta una cantidad de dólares –llamada canasta de monedas- que son comprados para importar productos terminados o insumos que luego deben ser vendidos según ese cambio en el mercado nacional. En la realidad, sin embargo, las importaciones son sobrefacturadas, las mercancías que llegan a destino son luego vendidas a dólar paralelo, otras nunca arriban a los puntos de venta, son revendidas en las redes de mercado negro o desviadas directamente a Colombia. El resultado es que los productos no se consiguen, o, en caso de lograrlo, están a un precio demasiado alto para un hogar de sueldos mínimos, de trabajadores promedio.
Este ataque no sería posible en esas magnitudes sin un cómplice interno con un nombre claro: corrupción. A partir de septiembre han comenzado a desarrollarse investigaciones por parte de la nueva Fiscalía General que afirmó que la corrupción en el área petrolera y en la asignación de dólares para la importación ha generado un déficit fiscal y un desfalco a la nación. Cada semana aparecen oficialmente nuevos casos, nuevos gerentes y funcionarios implicados, e incluso políticos del chavismo que se han dado a la fuga.
El presidente Nicolás Maduro calificó a la corrupción como el principal enemigo de la revolución. Resulta difícil saber hasta dónde llegarán las investigaciones. La trama, por lo que hasta el momento se ha desvelado, es grande, y se puede intuir que también abarca zonas como la frontera (tanto terrestre como marítima), y opera como socia del contrabando de extracción. La imposibilidad para estabilizar la economía no puede explicarse sin tomar en cuenta ese factor, que no solamente roba miles de millones de dólares, sino que sabotea iniciativas productivas, sociales, desencadenando una ineficiencia aplastante en el Estado.
Las áreas afectadas son los pulmones de la economía venezolana. Y si responder a un ataque con armas dañadas resulta difícil, más lo es cuando se pelea contra los Estados Unidos. Entre septiembre y noviembre aplicaron sanciones sobre la economía con un objetivo claro: bloquear el país hasta empujarlo al default a través, entre otras cosas, del impedimento de que Venezuela pueda renegociar el pago de sus bonos con los tenedores estadounidenses. Lo había anunciado Mike Pence, vicepresidente norteamericano, en su gira del mes de agosto por América Latina: los disparos vendrían abiertamente por el frente económico. Eso es lo que pueden decir públicamente, eso es lo que hacen, y para eso reunieron socios como la Unión Europea y Canadá.
Ante esa situación, el gobierno venezolano ha profundizado el juego con varios aliados, en particular China y Rusia. Tanto para renegociar tardíamente la deuda –en los últimos cuatro años se pagaron 71 mil millones y aun así Venezuela tiene el riesgo país más alto- como para construir vías de intercambio comercial por fuera del dólar, centralmente en moneda china (yuanes). Política económica internacional de alto impacto: los dos últimos países en haber intentado comerciar por fuera del dólar habían sido Irak y Libia, ambos a la postre bombardeados. Venezuela es el blanco número uno en el continente.
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Existe otra dimensión del debate económico a veces eclipsada por la urgencia, por ese permanente estar contra las cuerdas. Gira en torno a cómo enfrentar la situación, al modo de dar la batalla. Se sabe: la economía es política concentrada. En términos sintéticos, la pregunta es: ¿La respuesta a la batalla económica es una apuesta al sector privado, al estatal o al comunal/social? Son esas las tres formas de propiedad vigentes en el país, las tres patas del proyecto económico chavista. La forma de distribuir fuerzas tiene, así, implicancias múltiples.
A partir de las señales dadas durante los últimos años puede vislumbrarse que la apuesta por parte de la dirección es hacia el sector privado. Se manifiesta en el freno a las expropiaciones/nacionalizaciones, en la entrega de dólares aún a veces a pesar del mal manejo de esas divisas por parte de las empresas, en el financiamiento con el objetivo de intentar la emergencia de un empresariado con características nacionales, en la construcción de una narrativa destinada a mostrar que la revolución se lleva bien con los privados que quieran trabajar por el país, en horas de pantalla en los canales del Estado. La argumentación se basa, con parte de razón, en la necesidad de generar riqueza para consumo interno y para diversificar las exportaciones, para lo cual el empresariado, en particular el pequeño y mediano, podría estar en condiciones de contar con apoyo por el Estado.
El asunto es que ese discurso descarta la posibilidad de quitarle poder a quienes han declarado la guerra y roban miles de millones de dólares –la gran burguesía, los latifundistas, el poder financiero- e intenta crear las condiciones legítimas y legales para la llegada de capitales internacionales bajo condiciones cuestionadas por varios analistas. Las otras opciones no aparecen con tal fuerza: ni la profundización de la economía estatal ni la comunal/social. Las áreas estratégicas en manos del Estado no se ampliaron –por ejemplo, para la importación en áreas medulares-, y la mirada estratégica de construcción de una economía autogestionada, bajo control comunal, obrero, con miras a su expansión, queda cada vez más relegada, desincorporada de la mayoría de los discursos y de las prácticas.
Esto abre preguntas: ¿esta apuesta es un movimiento táctico dentro de una estrategia de transición hacia el socialismo, o es, bajo el argumento de lo táctico, un cambio en la mirada estratégica? Un interrogante que se puede conectar con otro: ¿qué se entiende por socialismo y por transición?
Este debate se enmarca dentro del carácter policlasista del chavismo, que contiene diferentes perspectivas acerca de la direccionalidad del proceso. No solamente en el debate sobre qué tipo de socialismo –si más estatal/partidario o más comunal-, sino sobre si ese es el objetivo. A modo de tipos ideales, se puede decir que un sector empuja un proyecto más relacionado con liberalizaciones apalancadas por medidas sociales y que otro, en cambio, tiene como objetivo un Estado fuerte con acuerdos con el empresariado y una organización popular limitada. Ambas, aunque en tensión, parecen compartir que la apuesta no reside en el desarrollo de la economía comunal/social a escalas mayores. Estas miradas se presentan en los hechos de manera menos nítida, sin linealidades.
Los momentos en que puede apreciarse con mayor claridad estos debates se dan cuando las aguas de la violencia callejera bajan, como en estos meses de septiembre-noviembre. Impacta el contraste entre la capacidad con la que el chavismo logró recuperar la iniciativa política y la imposibilidad de detener el deterioro de las condiciones materiales de las clases populares. Se puede explicar por los ataques de guerra y el peso de la corrupción, así como por la poca claridad con que, todavía a fines de este 2017, se bosqueja un plan para enfrentar la situación.
Y es en la economía donde está la principal preocupación. Cualquier encuesta callejera arroja la misma necesidad: estabilizar la economía, frenar el aumento incesante de los precios que ha dolarizado una gran cantidad de productos, y garantizar el abastecimiento en sectores vitales como la salud. Lograrlo es una necesidad acuciante para el chavismo, tanto para frenar el retroceso como para volver a demostrar que existe un proyecto capaz de construir un futuro para las mayorías.
Presidenciales y después
Las fechas electorales se aceleraron: tres contiendas entre julio y diciembre, y las presidenciales que tendrán lugar en el 2018. Contra los pronósticos de muchos, el chavismo tiene posibilidad de reconquistar la presidencia. Tiene a su favor, entre otras cosas, la división de la oposición que no presenta un liderazgo claro, que tiene sobre sus espaldas las derrotas consecutivas, la falta de credibilidad y la mala administración de las pocas victorias que logró. De perder el chavismo, las causas no deberían buscarse en una derecha que logró rearmarse como alternativa, sino en la situación económica llegando a un punto inaguantable. Por ese lado peligra hoy, con mayor fuerza, la revolución. La derrota equivaldría al triunfo en las urnas de una estrategia de guerra económica criminal.
El manejo del tiempo es entonces clave. Se lo conquistó con la Asamblea Constituyente, con las gobernaciones y, seguramente, también con las municipales. Significa que se mantuvo el gobierno, que no se entregaron las armas, como algunos planteaban que se debía hacer. El poder político es necesario para estabilizar la economía, desarrollar las potencias transicionales, ampliar el poder popular hacia la sociedad comunal. En ese marco se dan las disputas, las tensiones internas, las contradicciones. Perder el gobierno significaría entrar en una etapa de revancha clasista que no solamente buscaría subordinar la economía a los Estados Unidos y sus aliados desraizando las políticas sociales, sino también disciplinar por la fuerza los cuerpos, bien sea desde el Estado o a través de las fuerzas paramilitares desplegadas entre los sectores populares. ¿Cuántos bolívares cuesta un disparo desde una moto? El presente de asesinatos de dirigentes sociales en Colombia es un espejo posible para el futuro de Venezuela.
¿Cómo piensa gobernar esta derecha con un 30% de chavismo anclado en los sectores populares, convencido del proyecto histórico que protagoniza? Allí se encuentra la clave de la estrategia del desgaste económico, ideológico, ético: necesitan llegar a un hipotético gobierno propio contando con el mayor agotamiento social posible, con una verdadera quiebra en los vínculos de solidaridad y de organización. La situación económica cuenta con un impacto que trasciende por mucho a la propia economía.
El poder imperial de los Estados Unidos tiene todas las cartas sobre la mesa: sanciones diplomáticas a funcionarios, medidas económicas en ascenso y combinadas, demonización mediática, instalación silenciosa de tropas irregulares con epicentro en la zona de frontera con Colombia, y un ejercicio militar desarrollado en conjunto con los ejércitos de Perú, Colombia y Brasil en esa triple frontera amazónica. Esto último es una muestra del despliegue de fuerzas en el continente: un mapa de sus bases muestra cómo Venezuela está rodeada por un círculo que termina de cerrarse con Brasil y su política de entrega de la soberanía. ¿Harán una intervención directa al estilo hollywoodense? Parece poco probable, demasiado arriesgado. No se ha construido consenso en el continente para una acción directa y al descubierto, y existen otros medios de despliegue de brazos armados. Vivimos una antesala de eso entre abril y julio con asaltos a cuarteles, asesinatos de fuerzas de seguridad del Estado, ocupaciones temporarias de diferentes localidades.
La suma de variables parece indicar que la estrategia contra el chavismo apuesta al mediano plazo, al efecto del desgaste económico, del caos cotidiano. No se vislumbran condiciones ni escenarios todavía maduros para acelerar los tiempos y ensayar una nueva salida por la vía de la violencia callejera, aunque no debe descartarse.
El chavismo, por su parte, cuenta con fuerzas para pelear. Tiene la iniciativa política de su lado, la necesidad de avanzar en lo económico y construir el poder comunal. Los pasos que logren darse o no, serán a causa de la guerra y también -y sobre todo- por la capacidad para construir una correlación de fuerzas favorable al interior del movimiento, que permita empujar en la dirección histórica sintetizada por Chávez. Lo demás, terceras posiciones, críticos desbarrancados, es ficción. El nombre de la revolución en Venezuela es y será chavismo por mucho tiempo más.