Por Lautaro Rivara (*)
Una isla y dos patrias
La historia de los conflictos fronterizos entre Haití y la República Dominicana es una historia larga. Cuyas causas, de hecho, nacen con la propia historia colonial de América Latina y el Caribe, esa “frontera imperial” al decir del dominicano Juan Bosch. Todo parte de la singular condición geopolítica de la segunda isla antillana más extensa (después de Cuba), bautizada por los primeros colonizadores castellanos como “La Española”. Ésta isla, pequeña si la comparamos con la dimensión de otros territorios americanos (el coloso brasileño es, por ejemplo, 311 veces más grande), alberga hoy en día dos naciones diferentes pero que comparten una historia en común. La isla de Kiskeya o de Bohío, tal como era llamada por los pueblos taíno-arauacos y cigüayos que la habitaban antes de que Cristóbal Colón realizara en sus tierras la primera fundación española con el “Fuerte de la Natividad”, no constituyó una unidad política antes de la conquista española. Hasta entonces, la isla se encontraba dividida en cinco cacicazgos diferentes, pero que constituían unidad histórica, étnica, religiosa y cultural. Sólo así se explica la celeridad con la que los indígenas se abroquelaron para resistir de forma unitaria al invasor, con el protagonismo destacado del cacicazgo de Jaragua, bajo el mando de Anacaona.
Las coronas de Castilla y Aragón señorearon en el Mar Caribe sin adversarios externos durante 130 años, aunque debieron quebrar una empecinada resistencia indígena que en el caso de los indios caribes se extendió hasta el siglo XVIII con la destrucción de su último bastión en la Isla San Vicente. España, con una burguesía débi y atrasada, aunque eficaz en la faceta político-militar de la conquista, fue sin embargo incapaz de establecer otra cosa que una colonización precaria, la que comenzaría a ser disputada en el siglo XVII por potencias rivales como Inglaterra, Francia y Holanda, y por naciones de segundo orden en el concierto europeo tales como Dinamarca, Suecia e incluso Escocia. Pronto la decisión española de abandonar la costa oeste de la isla para reforzar las posiciones orientales y la ciudad de Santo Domingo, por entonces capital de todas las Indias Occidentales, generaría un vacío de poder que sería llenado con el desarrollo de una compleja sociedad libre en la que se solapaban pacíficos agricultores, cazadores de ganado cimarrón y sanguinarios filibusteros. Luego, desde el centro de irradiación de la Isla Tortuga, el imperio colonial francés tomaría posesión de facto sobre el tercio occidental de la isla, posesión que sería legitimada en los tratados sucesivos que fueron firmados tras las guerras europeas de los siglos XVII y XVIII, desde Nimega (1678) pasando por Riswick (1697) hasta Aranjuez (1779).
A la separación de la isla entre el llamado Santo Domingo español y el Saint Domingue francés, le seguiría una larga historia de tentativas por totalizar el territorio insular bajo una única soberanía por parte de las metrópolis francesas y españolas, o al menos por desplazar más allá las líneas fronterizas. Y no faltarían, tampoco, las fallidas invasiones inglesas, de una potencia que no dejó de terciar en las disputas interimperiales caribeñas que tendrían lugar hasta la expansión de los Estados Unidos hacia fines del siglo XX. En los entretelones de la Revolución Haitiana (1791-1804), una contienda inédita con características de guerra social, civil, racial y de liberación nacional, y también tras la proclamación de la primer República negra del mundo en 1804, se producirían intentos por reunificar la isla bajo el mandato de abolir la esclavitud en todos sus confines. Las más importantes fueron las de Toussaint Louverture en el año 1801 y luego la del presidente Boyer en 1822. Cabe destacar que no se trató de ocupaciones haitianas sobre la República Dominicana, como lo afirma una historiografía chauvinista y haitianófoba, dado que por ese entonces el lado oriental de la isla era una colonia española y no la república americana independiente que sería tiempo después. “Los vecinos son familia”, reza un proverbio en creole, el idioma nacional haitiano. Y sin embargo, la doctrina bolivariana de la unidad latinoamericana y caribeña languideció tempranamente en la isla en la que el propio Bolívar meditó sus derrotas, y en dónde obtuvo el apoyo imprescindible de la revolución negra para retomar sus campañas libertadoras.
El dolor de partir y el de permanecer
Sólo abandonas tu hogar
Cuando tu hogar no te permite quedarte
Nadie deja su hogar
A menos que su hogar lo persiga,
Fuego bajo los pies,
Sangre hirviendo en el vientre.
Así comienza un urticante poema de Warsan Shire, refugiada somalí nacida en Kenia. Poema que describe con precisión el drama del sujeto migrante, enclavado siempre entre el dolor de partir y el de permanecer. ¿Pero cuál es ese “fuego bajo los pies” que induce a la diáspora permanente de las mujeres y los hombres? En el drama migratorio haitiano, como en casi todo lo demás, “el diablo metió la cola”. La diáspora tiene origen en la invasión estadounidense acontecida entre 1915 y 1934, que produjo un descalabro en el medio rural que forzó la migración masiva hacia países como Cuba y República Dominicana. El éxodo rural se aceleró desde fines de los años 70 con el régimen de François y Jean-Claude Duvalier, en una larga y dolorosa dictadura apuntalada por los Estados Unidos, en la que se firmó un importante convenio con la Corporación Azucarera Dominicana que establecía la venta a bajo costo de los brazos haitianos para las tareas de la zafra. En la actualidad, la importación incontrolada de alimentos de Estados Unidos y otras naciones centrales arruina a los campesinos haitianos. No deja de ser sintomático que un país productor como Haití consuma arroz estadounidense, de mala calidad pero más económico, dado que es imposible competir con las hiper subsidiadas ramas de la producción agrícola norteamericana. El rol cómplice de una burguesía nativa compradora, es, claro está, central para cerrar el cerco de la dependencia estructural.
No dejan de ser menos relevantes otros factores estructurales, como la precarización general de la vida en sus elementales dimensiones sanitaria y educativa, el hambre y la desnutrición, el desempleo crónico y la falta de expectativas para las nuevas generaciones sumado a un meticuloso trabajo de enajenación cultural. En los últimos años, además, Haití debió enfrentar el mayor terremoto de la historia del país, de una magnitud de 7.3 en la escala de Richter. El saldo: 300 mil muertos, una cantidad equivalente de heridos, y 1.3 millones de personas arrojadas a vivir en las calles o en precarios barracones construidos a la vera de los caminos. Y para sumar infortunios a este país “bendito por la naturaleza y maldito por la historia” (o por los poderes dominantes que controlan la historia), se sumó una epidemia de cólera propagada, como fue estrictamente demostrado, por un contingente nepalí de soldados de la MINUSTAH, la misión de “estabilización” de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Por último, en 2016, el paso del huracán Matthew por la costa sur haitiana dejó más de mil muertos y 57 mil heridos, además de un alto número de desplazados.
El presente de una nación que es la más pobre del continente y una de las más pobres del mundo sólo puede inducir a la compulsión migratoria, y nada parece más natural que la pulsión humana de perseguir una esperanza. En este caso la de atravesar la delicada frontera dominico-haitiana en procura de una vida mejor. Pero, ¿por qué las ansias de llegar a un país tercermundista como Dominicana, que no ofrece las promesas de naciones opulentas colonialmente vinculadas a Haití como Francia, Estados Unidos o Canadá? En primer lugar, porque Dominicana, pero también otros países más distantes como Chile, Brasil o Argentina aparecen como destinos plausibles. Y en segundo lugar, porque cuando se viene del cuarto mundo haitiano, el ríspido tercer mundo latinoamericano aparece como un lugar acogedor y necesario.
Los datos duros sobre la diáspora hacia la República Dominicana son realmente alarmantes. Se estima en más de un millón la población residente más allá de la frontera. Y según el Grupo de Apoyo a los Refugiados y Repatriados (GARR), entre julio de 2015 y marzo de 2018 hubo, entre esa masa migrante, unos 120.000 deportados y casi 140.000 repatriados “voluntarios”. Esto se debe a que en el año 2010 el gobierno dominicano modificó su constitución para restringir el acceso a la nacionalidad, por lo que ya no serían considerados connacionales aquellos nacidos en territorio dominicano cuyos padres no contaran con residencia legal. Además, en 2013 el Tribunal Constitucional decidió, de forma retroactiva y violando innumerables tratados internacionales, despojar de su nacionalidad a más de 200 mil dominicanos descendientes de haitianos. Para agravar el asunto la constitución haitiana no permitía la doble nacionalidad, por lo que repentinamente 200 mil seres humanos fueron convertidos en apátridas y arrojados al limbo de dos soberanías que se niegan a reconocerlos.
Racismo y anti-haitianismo
Estancados en su error, los haitianos piensan que este lado les pertenece y como ven que somos gente decentes y pacíficos, mansos vecinos que nunca en la historia les hemos invadido, creen que pueden venir aquí a hacer y deshacer. Hace poco andaban por ahí robando y matando reces a su antojo, como si fuesen animales silvestres y sin dueño o como si aquí no hubieran leyes ni autoridad, ahora han aprendido que aquí hay ley y hay autoridad.
Este fragmento pertenece a una carta dirigida a la juventud por el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y fue escrita como una justificatoria de la llamada Masacre del Perejil, que alteró para siempre las relaciones bilaterales entre Haití y República Dominicana. Acontecida en 1937, se trató de una masiva purga que se cobró la vida de entre 8 y 20 mil haitianos, la mayoría trabajadores agrícolas, en la provincia fronteriza de Dajabón. Muchos de los cuerpos fueron arrojados al río homónimo, casualmente conocido por los antiguos colonizadores franceses como el “Río Masacre”. El singular nombre del hecho se debe a que las fuerzas militares y sus cómplices civiles identificaban a los naturales de Haití obligándolos a decir la palabra “perejil” (“persil en francés”), palabra de difícil pronunciación para quienes tienen como lengua materna un idioma –el criollo haitiano- que elude o pronuncia débilmente la letra “r”.
El anti-haitianismo ha sido a la vez un recurso fácil de la derecha dominicana para evadir su propia responsabilidad en los dramas nacionales, un mecanismo chauvinista de afirmación nacional frente a la negativa de desnudar al verdadero enemigo nacional constituido por el imperialismo norteamericano, y una muestra de la incapacidad de nuestros pueblos de ver su verdadero rostro en el espejo de su colonización. Frente a una república que se pretende más o menos blanca, o cuando menos mulata o mestiza, la negritud apabullante de Haití conjura todos los prejuicios de un racismo que es estructural, a lo que debemos sumar la demonización permanente que sufre un país que desbarrancó para siempre el río de la historia al abolir la esclavitud y proclamarse como república negra independiente hace ya 214 años.
Más cerca en el tiempo, el candidato presidencial del Partido Demócrata Institucional (PDI) de la República Dominicana, Ramfis Domínguez Trujillo, se pronunció recientemente a favor de construir un muro fronterizo para separar las hermanas naciones de Haití y República Dominicana. El nieto del dictador Rafael Leónidas Trujillo expresó así con claridad todo un proyecto de nación, basado en la exportación de los por él considerados “excedentes humanos” y en la importación de pésimas ideas. Trujillo busca, explícitamente, emular la tristemente célebre tentativa del presidente norteamericano Donald Trump, quien busca contener la migración mexicana mediante un muro infamante.
Ésta propuesta fronteriza expresa además una impostura, como sucede con la relación que mantienen los partidos racistas y anti-migrantes de otros países de Europa y de América Latina con poblaciones que son segregadas social y políticamente, pero que resultan útiles a las estrategias de acumulación de las burguesías nativas y también imperiales. Cabe mencionar que los haitianos son parte estructurante del modelo de desarrollo dominicano, dado que sus aportes de mano de obra barata a la construcción son centrales para una economía orientada a los servicios y al turismo, así como también son importantes desde hace décadas para las demandantes zafras de caña de azúcar, siendo éste un importante rubro de exportación de la economía dominicana. La construcción del migrante haitiano como un chivo expiatorio, avalada por el Estado y por los partidos del establishment, genera cotidianamente, en palabras de la plataforma haitiana PAPDA: “incendios domiciliarios, intimidación, arrestos arbitrarios en la calle o en el trabajo, encarcelamientos arbitrarios, violaciones de la residencia (…) repatriaciones colectivas en la frontera, separación de familias, la negativa a recurrir a la justicia ordinaria, la prohibición de recuperar bienes, salarios o pertenencias personales, e insultos públicos y empujones”.
Dos patrias y una historia
He querido hablaros de mi patria,
de mis dos patrias,
de mi Isla
que ha mucho dividieron los hombres
allí donde se aparearon para crear un río.
El antihaitianismo es un fenómeno relativamente reciente en la historia larga de estos pueblos hermanados por su geografía insular, por sus valores compartidos de solidaridad y hospitalidad, y por cada ciclo histórico de su colonización. Unidos en la preexistencia étnica de los pueblos taínos y cigüayos y en la resistencia unitaria al invasor español; unidos en el destino y la rebelión de los africanos que fueron lanzados a estas latitudes bajo el régimen de la esclavitud plantacionista; y unidos también en las comunes tentativas de liberación nacional y social de las masas campesinas y obreras a lo largo de todo el siglo XX. Hay gestas y hay mártires que religan con su sangre a estos dos pueblos. Jacques Viau Renaud, autor de los versos que encabezan este apartado, es uno de ellos. Marxista negro, poeta y militante, haitiano de nacimiento pero dominicano por adopción, se trata de uno de los puntos de sutura, o más bien de uno de sus símbolos. Jacques Viau Renaud siempre señaló su pertenencia a una patria común que va de Oriente a Occidente de la isla y nunca dejó de conspirar por la liberación de ambas naciones, hasta el punto de sacrificar su vida, a sus escasos 23 años, en la defensa de la República Dominicana frente a la invasión norteamericana de 1965. Más atrás en el tiempo reluce la figura de Charlemagne Peralta, nacido en la ciudad de Ench pero admirado en ambos lados de la isla. Este Sandino haitiano, como jefe militar de la ciudad de Léogane, se negó a rendirse sin presentar batalla y comandó una tropa rebelde que desarrolló una intensa guerra de guerrillas contra otra invasión norteamericana, la de 1915. Más atrás aún aparece la figura de Toussaint L´Ouverture, el gran estadista haitiano, quien desafió nada menos que los planes de la francia imperial de Napoleón Bonaparte al ocupar el Santo Domingo español y proclamar la unidad indivisible de toda la isla y la irreversible libertad de todos los esclavos. Y más atrás todavía, con ribetes míticos, sobresale la guerrera Anacaona, india taína, poetisa y cacica de Jaragua, primera insurrecta de América frente a los poderes imperiales. Aún hoy recogen su leyenda las canciones populares haitianas que comparten monte adentro las mujeres campesinas. Seguramente habrá esperanzas mientras estas mujeres recojan su memoria, sabiendo que podrá haber una, dos o mil patrias, pero que la historia, como su propia isla, es una sola.
(*) Integrante de la Brigada de solidaridad internacional Jean-Jacques Dessalines en Haití.
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