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Volver al futuro (II) *

Por Marina Cardelli

1. Revoluciones: Las mías, las tuyas y las nuestras

El interés de este artículo es colocar algunas preguntas y problemas en el debate (urgente) de las tácticas y las estrategias que necesitamos desarrollar en esta etapa de cautiverio. Cautiverio porque se hace difícil ver lo que pasa afuera y vemos repeticiones del mundo que conocíamos antes; porque se hace difícil escuchar más lejos del espacio propio, los ecos de una habitación cerrada; porque se hace difícil escapar de los propios fantasmas. Vamos a proponer dos puntos de partida. Ambos son interpretaciones de un diálogo entre lo mejor de la izquierda latinoamericana y lo mejor de la izquierda europea.

El primero: sobre la revolución rusa. El 26 de julio de 2017 Álvaro García Linera desarrolló ante un auditorio europeo y podemista las once ideas fuerza que, según él, caracterizan a una revolución. Toda su reflexión fue ejemplificada y contrastada con la Revolución Rusa que era, en definitiva, la excusa del encuentro entre uno de los dirigentes más importantes de una de las pocas revoluciones socialistas confesas y una izquierda europea que, aunque tibia, nació cuando la antigua socialdemocracia ya había renunciado a todos los principios que le quedaban. La caracterización que propone Linera es dulce. Si le ponemos atención, se mete en todos los problemas de las revoluciones del siglo XX con un estilo único.

El análisis de Linera define a la revolución como una excepcionalidad histórica (entre muchos otros rasgos), que despliega toda la potencia democrática de una sociedad. En ese marco, el rol de las organizaciones y partidos es apuntalar esas potencialidades: darle un curso. Por eso supone una combinación de momentos gramscianos y momentos jacbino-leninistas. Es decir, que cualquier proceso de cambio tiene, por un lado, momentos de dispersión/descentralización, de democratización extrema en los que se atiende a la generación de un sentido común, la construcción de una hegemonía político-cultural y, por otro, momentos de centralización en los que el poder se ejerce, la política se muestra en su forma descarnada, como pura correlación de fuerzas y en los que se dirime la unicidad del poder del Estado. Lo primero sin lo segundo es una revolución trunca: proyecto hegemónico sin poder. Lo segundo sin lo primero es un golpe de Estado: poder sin hegemonía político-cultural, puro ejercicio de la fuerza.

Pablo Iglesias había intervenido antes y también se había concentrado en un aprendizaje central de la revolución rusa, al que llamó “el genio bolchevique”: la capacidad –siempre viva en el siglo- de pensar el problema del poder y del orden. La pregunta que le devolvió a Linera fue en ese mismo sentido y es, desde nuestro punto de vista, la engañosa pregunta de esta época para los que todavía nos creemos el cuento de que las revoluciones son posibles: ¿qué hacemos en nuestras sociedades actuales (ahí Pablo1 no hacía diferencias, quería decir las suyas y las nuestras, como si fueran iguales) si perder es una posibilidad cada cuatro años en elecciones libres, es decir, cuando los momentos jacobino-leninistas son pocos y en general no están de nuestro lado? ¿Qué pasa -preguntó Pablo, casi como si hablara de Argentina o Brasil- a la hora de elegir con quien pactar para no perder?

El segundo: Sobre nuestros límites. Un año antes, el 27 de mayo de 2016, Álvaro vino a la Facultad de Ciencias Sociales y nos dijo algunas cosas que muchos pensábamos después de la derrota del 2015, pero no formulábamos con tanta claridad. Habló de las cinco debilidades de los gobiernos pos-neoliberales que entre 2015 y 2016 empezaron a retroceder. Pueden resumirse del siguiente modo: 1) No podemos olvidarnos de la economía. Un gobierno debe gobernar para todos –es la clave del Estado- pero gobernar para todos no significa entregar los recursos económicos ni tomar decisiones que por satisfacer a todos debiliten la propia base social. Hubo más políticas económicas en contra del pueblo que en contra de los capitales con la ilusión ingenua de ganar su apoyo 2) El Estado no puede sustituir a los trabajadores. Hubo distribución de la riqueza sin politización social, lo que resultó en una ampliación de la capacidad de consumo sin una dirección cultural e ideológica. Ganó el sentido común consumista, individualista, meritocrático 3) Una débil reforma moral nos hizo víctimas de una corrupción sistémica 4) El problema de la continuidad del liderazgo en los regímenes democráticos sigue siendo un límite infranqueable 5) La integración económica de la región fue mucho más débil que la política, lo que nos regresa al punto 1 de esta lista y a los debates del cambio: no existe la revolución en un solo país.

Nos disculpamos por la síntesis que no hace honor a lo que significó esa reflexión para el debate político latinoamericano. Lo importante no es repetir esa enumeración ya conocida, sino resaltar lo que tiene de parecido y de distinto con lo que vino a decir Iñigo Errejón, el otro líder podemista, el 26 de agosto de 2017 a otra facultad de la misma casa de estudios. Después de que Axel Kiciloff, que lo acompañó en el panel, dijera que los gobiernos como el de Cambiemos eran fósiles con olor a naftalina, Iñigo desplegó una crítica que –aunque tuvo altos niveles de eurocentrismo-, fue tan peliaguda para el campo nacional-popular como la que había traído Linera en 2016. Resaltamos tres elementos centrales: 1) “La rebelión de los privilegiados” o la avanzada antipopular de las derechas no es para recuperar derechos que les hayan sido erosionados, ya que los gobiernos de signo nacional-popular no lastimaron económicamente a los capitales concentrados. En cambio, buscan recuperar el poder político que, según Iñigo, creen que les corresponde por nacimiento. 2) No se vota con el bolsillo, sino con las entrañas. Es decir que no hay intereses dados de antemano que estén esperando a ser representados. La falta de dinero no hace que la gente descubra que el modelo económico es injusto de forma lineal y que vote en consecuencia. Siempre hay algo de verdad en el enemigo: si las derechas obtuvieron apoyo popular es porque expresan algo que toca fibras sensibles que nosotros no supimos ver 3) Hay que hacerse cargo del conjunto de nuestro pueblo y no de una parte. No podemos hacer de nuestros proyectos políticos un ejercicio de nostalgia y de conflicto permanente: las derechas han avanzado con una retórica de la paz y del fin del conflicto porque las minorías no deben olvidar que son minorías y los pueblos no quieren hacer la revolución todos los días: “las izquierdas” tenemos que disputar, entonces, la idea de orden e institucionalidad.

Cada eje merecería aclaraciones infinitas. Con sus diferencias están debatiendo cosas parecidas. En primer lugar, a pesar del despliegue de una confrontación política abierta y de políticas de mucha redistribución de la riqueza, en América Latina –y en particular en Argentina- no hubo una disputa abierta de la estructura económica que debilitara a los sectores privilegiados2. En segundo lugar, en el desarrollo de los gobiernos populares estuvieron los gérmenes de las batallas culturales que se perdieron después: la gente no vota con el bolsillo: acceder a mejores condiciones materiales por la distribución de la riqueza no redunda en un voto popular sin la presencia de un proceso de politización social que lo acompañe. En ambos casos queda un espacio vacío, una pregunta que no encuentra respuesta: ¿Cuánto tolera un proceso de cambio sin transformaciones en la base económica? ¿Cómo se recupera el apoyo de las mayorías? ¿Cómo llegamos al corazón –y no sólo al bolsillo- de los pueblos del siglo XXI?

2. Hegemonías más o menos

No vamos a caracterizar los dos años de gobierno de Cambiemos porque a eso nos hemos dedicado mucho ya. Solamente queremos mencionar algunos elementos que nos sirven para pensarnos a nosotrxs mismxs:

Las nuevas derechas latinoamericanas (de las cuales el PRO es el modelo a seguir) expresan los intereses tradicionales de la oligarquía exportadora y el capital financiero. Pero es el instrumento de construcción de una nueva hegemonía que los poderes del siglo XXI idearon para enfrentar con éxito a los “populismos”/socialismos y consolidar un proyecto de poder que transforme las sociedades política y culturalmente. En definitiva, siempre se trata de lo mismo: instaurar una nueva etapa de acumulación que exige mucha más sobrexplotación del trabajo y muchos menos derechos.

Para ese objetivo, no sigue la agenda de la derecha tradicional. Es heterodoxa, sabe ser más progresiva que los mismos progresistas si lo necesita. Sabe alimentar el relato del fin de la polarización y “la unión de los argentinos”. Sabe encarcelar a Milagro Sala y asesinar mapuches para defender a Benetton, y, a la vez, gravar la renta financiera y aumentar el gasto social. Pero para llegar a ser gobierno ganó votos, tocó alguna fibra sensible, llegó a la subjetividad de sectores medios urbanos –los caracterizáremos en el próximo apartado- que supieron crecer al calor de los gobiernos progresistas. Habla directamente con “la gente común”. Logró expresar la modernización, la meritocracia y emprendimiento. El relato de las nuevas derechas es la cultura del emprendedurismo, la promesa de una sociedad de emprendedores que con audacia, esfuerzo e ideas propias consiguen sus propósitos.

Por lo menos podemos afirmar, con orgullo, que tuvieron que cambiar porque estábamos ganando. De seguro que las derechas no hubieran hecho nacer la expresión más acabada de la nueva política del capital concentrado si los proyectos populares (en su inmensa diversidad) no hubieran sido peligrosos. Su potencia viene de su anclaje en una crisis que todavía no se saldó: la vieja crisis de representación (entre otras cosas) del 2001. Por eso se aggiornaron mejor que nadie y se adaptaron a la época: supieron leer la complejidad de un proceso que se había abierto pero no había llegado a cerrarse. Hay una verdad ineludible: el PRO se asienta sobre la crisis de representación de las viejas estructuras políticas, también es hijo del 2001. El hijo gorila. Si el kirchnerismo fue el que vino a recomponer la institucionalidad con un proyecto de inclusión y redistribución, el PRO volvió a destapar lo que estaba contenido en esa crítica y volvió en nuestra cara como un boomerang: la vieja política también éramos nosotros.

María Eugenia Vidal es la expresión más acabada de ese encantamiento: habla de los políticos como si fueran otros, instala un discurso contra “las mafias” expresadas en todas las viejas estructuras sindicales, partidarias y estatales. Ellos son los buenos y los únicos garantes de orden ante el desorden que dejaron los populismos de la vieja política. Así anunció el gobierno las reformas laboral y fiscal: presentadas como una necesidad para terminar con los privilegios y las mafias. Cualquier parecido con el “que se vayan todos” es pura coincidencia. Nos enojamos con su “rechazo de la política” pero es un rechazo similar en su forma (no en su contenido) al que fundó la rebelión popular más importante de este siglo en argentina.

Tenemos dos problemas. Uno: aunque es evidente que el neoliberalismo new-age es contrario a un modelo económico centrado en el mercado interno protegido de la década ganada, tampoco podemos negar que es una filosofía altamente compatible con la cultura del consumo estimulada por décadas como un componente imposible de desmerecer es su rol distributivo. Dos, que el 2001 se reconstruyó como infierno y como caos en el relato del kirchnerismo. Y en un punto había sido eso; pero en otro no. También había sido ese momento de caos absoluto, de dispersión y descentralización absoluta, de todos y todas en la cosa pública. Su potencia maravillosa era que le decía basta a las estructuras y por acción o por omisión terminamos echando mano de esas mismas estructuras para sobrevivir. La despolitización de los últimos años de la etapa anterior y el disciplinamiento militante como modelo de estado encapsuló a la fiera.

Eso significa que los componentes de una hegemonía pueden ser heterogéneos y que no tienen una naturaleza u otra, conservadora o revolucionaria. Justamente, el problema de revisar estos temas es que no hay culpables. Responsabilidades políticas en algunos casos, desde ya. Pero no queremos debatir el pasado. En el pasado hicimos lo que podíamos hacer. Y lo hicimos tan bien que ganamos. Ganamos inmensamente muchísimas cosas. El problema es que ahora hay que volver a debatir cómo reconstruimos fuerza social, y no podemos seguir silenciando la parte de verdad que tiene el enemigo: si no nos sacamos el lastre de estructuras tradicionales que han defraudado a la gente décadas y décadas y no le damos a esa acción un sentido emancipatorio, lo harán nuestros enemigos en su provecho. Nada es blanco y negro en política: todo es correlación de fuerzas. Tenemos que poder ver sobre qué victorias nuestras se paran las nuevas derechas. El giro de muchos votantes de nuevos sectores urbanos a opciones neoliberales en su programa económico es una muestra del éxito que tiene la cultura de lo nuevo y la idea de cambio. Esa victoria, por ejemplo, no se regala. Cambiar para un mundo nuevo es la consigna de la derecha: ¿quién lo hubiera imaginado? Los viejos defensores de los derechos de las mayorías y del pensamiento crítico pataleamos porque queremos recuperar nuestro viejo derecho a ser el futuro. Muy a nuestro pesar, a veces somos el pasado.

3. Otro mundo fue posible: de clases medias y de medias clases

Vamos a referirnos, por un rato, a la inmensa transformación del capitalismo en el mundo desde tres ejes que son, en definitiva, puntos de vista de un mismo proceso.

En primer lugar, las características de la nueva etapa de acumulación. David Harvey, geógrafo marxista, sostiene que el nuevo modo de acumulación del capital en el mundo asigna centralidad al territorio urbano y tiene implicancias directas en las formas de organización de las alternativas políticas anticapitalistas. En la actualidad, el modo de producción ha cambiado: la fábrica solía ser el centro de la clase trabajadora, pero ahora nos encontramos con que esta clase trabaja principalmente en el sector de servicios, más difícil de organizar, de centralizar, de comprender y de explicar su rol en el sistema. Si a eso le agregamos que el 80% de la población mundial vive en las ciudades, la ecuación arroja algo sin dudas nuevo.

En primer lugar, el proletariado no ha desaparecido sino que hay un nuevo proletariado con características muy distintas a las que emanan del imaginario tradicional que la izquierda identificaba con la vanguardia de la clase trabajadora. Estamos ante un “proletariado” que se nuclea mayormente en el sector de los servicios, es decir, en aquellos lugares en los cuales el valor se realiza (con consumo de trabajadores y trabajadoras, por ejemplo) y no donde se produce (una fábrica). En segundo lugar, estamos ante trabajadoras y trabajadores nucleados en centros urbanos en los cuales la precariedad de la vida se acrecienta por la sobrepoblación y el hacinamiento. Trabajadoras y trabajadores cuyo mayor proceso de subjetivación es el consumo.

La organización y fortalecimiento de los gremios sigue siendo central. Pero ya no alcanza, porque hablar de la vida cotidiana y de las experiencias reales que construyen la subjetividad de las personas exige tratar de entender a qué están expuestas y qué dificultades enfrentan. Hay luchas que antes eran consideradas superficiales para la disputa con el capital y que hoy son tan significativas para la clase obrera como las luchas por mejores salarios o por condiciones laborales más dignas. ¿Qué sentido tienen las luchas salariales si el aumento se pierde, rápidamente, con los altísimos alquileres o con brutales consumos por parte de los mismos trabajadores? Los capitalistas, dice Harvey, aprendieron hace mucho tiempo que pueden hacer mucho dinero recuperando lo que se les ha quitado por la vía directa. En la medida en la que tienen cada vez más capacidad económica en el ámbito del consumo (y en este punto nos habla de nuestros últimos 10 años) el capital empieza a concentrar mucho más valor recuperándolo por esa vía.

¿Qué conclusiones saltan a la vista? Que las luchas en la esfera de la materialización, las luchas reivindicativas de la vida urbana, son cruciales: vivimos en un mundo en el que el consumismo es responsable del 30% de la dinámica de la economía global. Una parte de asumir una política para el siglo XXI es entender que las luchas de la vida cotidiana (por alquileres y vivienda digna, por el derecho de los consumidores, por servicios públicos, etc.) son también –y fundamentalmente- luchas contra una de las formas privilegiadas de acumulación actuales. No pavadas de clasemedieros.

Como segundo punto, tenemos que ver transformaciones del campo del trabajo en nuestro país. Sabemos que actualmente la dispersión salarial es inmensa. Entre los deseos políticos más extendidos y tradicionales de la mística nacional-popular todavía sigue presente el sueño de la Argentina del Pleno Empleo. Pero, al contrario de lo que dictan nuestros deseos, el impacto de la globalización profundizó el rol periférico de nuestras economías y no hay nada que indique que eso sea posible. Atravesamos procesos de reprimarización cada vez más extendidos y hay quienes ponen en duda el hecho de que los/as excluido/as del mercado laboral de hoy vayan a dejar de serlo alguna vez en este estado de cosas. Sobre esa comprensión se paró el proyecto político y organizativo más atinado de los últimos años que fue la construcción de la CTEP. No habrá lugar en el capitalismo para muchas trabajadoras y trabajadores que no trabajan.

Paula Abal Medina es una de las personas más claras en la descripción de esta fragmentación del mundo del trabajo. Sostiene que la desigualdad se instaló en el mundo del trabajo como síntoma de la estructura productiva desmembrada. En un extremo tenemos a aproximadamente el 20% de trabajadores y trabajadoras, que integran la llamada “aristocracia obrera”, con salarios que rondan los 25 mil pesos mensuales; en el otro, sectores olvidados que lograron existir a través de la economía popular y, en el medio, una fragmentación inmensa de situaciones diversas. La metáfora de Emilio Pérsico acerca de la crema, la leche y el agua es muy buena para explicar este fenómeno: la “crema” se benefició con la recuperación del empleo y la negociación colectiva; el “agua” avanzó con el proceso de organización que asumieron las trabajadoras y trabajadores de la economía popular; la “leche”, es decir, el inmenso porcentaje de quienes no corrieron la misma suerte, estaría constituida por los trabajadore/as precarizado/as, tercerizado/as, subcontratado/as, eventuales, con una diversidad salarial fenomenal entre quienes se encuentran, seguramente, muchos lectores de este mismo artículo: jóvenes o ya no tan jóvenes, alguno/as profesionales, o no tanto, cuyo trabajo pende más de un hilo de lo que quieren creer, que alquilarán para toda la vida y cuyas posibilidades de afiliación o de inserción sindical real (o de capacidad real de sus sindicatos para actuar como tales) son prácticamente inexistentes: local de ropa, call center, supermercado.

Si hemos tenido una derrota política y cultural es en ese sector que no está en los lugares a los que estamos acostumbrado/as. Que no encuentra ni encontrará pronto a su delegado sindical en el espacio de trabajo que rota, fluye, es su casa, un comercio o la nube. Que en un 50% de las veces manda a sus hijo/as, con mucho esfuerzo, a la escuela privada. Que no defiende el hospital público porque no lo conoce. Que no está en los comedores populares ni está excluido. Que está bancarizado, tiene redes sociales y tarjeta de crédito, incluso cuando a veces no llega a fin de mes. Que tiene destinados mensajes y estímulos específicos por sus gustos musicales, alimentarios o deportivos para consumir según sus capacidades y necesidades. Que está tan incluido que se compró lo que pudo con su trabajo y no quiere que nadie se lo vaya a robar. El tercer elemento que completa el tridente es el que empalma con esos sectores de trabajadores y trabajadoras que no son excluidos ni tampoco son la “aristocracia obrera”: los famosos sectores medios.

Pareciera que el tema de los sectores medios se toca de forma desarticulada con el debate acerca de lo/as trabajadore/as y su nueva composición. Porque hablar de “las clases medias” parece que significara hablar de un sector fantasmático, siempre más gorilas, más chetos, más blancas y más urbanos que nosotros o nosotras mismas. Sin embargo, la precariedad estructural de la vida de los sectores medios hoy nos habla de un mundo diferente. El umbral de derechos de las clases medias de hoy está por debajo del que tenía la clase obrera peronista con su casa y su paritaria. ¿Qué tienen de privilegiados? ¿Qué nos hace rechazarlos obstinadamente y tratarlos como los chetos que votaron a macri?

El 80% de lo/as argentino/as se autopercibe como clase media, según la –a esta altura famosa- encuesta publicada por La Nación a principios de 2015. Muchos se preguntan, sin embargo, si es posible que en un mundo dominado por la especulación y en el cual crecen (según todos los que analizan esos temas) la desigualdad, la concentración y la sobreexplotación, es posible que exista alguna clase media. Hay quienes afirman su carácter de mito. Para el marketing la clase media es esa porción de la población que está entre el 5% más rico y el 5% más pobre. Hernán Vanoli sostiene que el proceso de incorporación a las clases medias en América Latina durante los últimos quince años implicó nuevas actitudes generales hacia el consumo de esos sectores presentes “entre el 5% más rico y el 5% más pobre de la población”. Eso significa que las nuevas clases medias tuvieron una plebeyización de sus prácticas de consumo si se las compara con la antigua clase media que buscaba diferenciarse de lo plebeyo: En los últimos años ingresaron a la clase media cientos de miles. En esa apertura de las fronteras hacia arriba y hacia abajo nos encontramos con un laburante que antes podría englobar a “los trabajadores” y “los humildes”, pero que hoy pasa a englobar millones de casos heterogéneos o incluso contrastantes. Nuestra vieja mula gorila y minoritaria ya no es lo que era.

La cuenta nos da un mapa difícil de aceptar para las tradiciones políticas más populares de nuestra historia: las clases medias de hoy ya no son ese viejo sector minoritario de gente bien que quiere, perdón por la expresión, cagar más arriba de lo que le da el culo. Tampoco son trabajadores y trabajadoras que podrían ser sindicalizados con facilidad, pues cuando se sindicalizan lo hacen a pesar de los sindicatos y a pesar de los patrones, en proporciones mínimas. Esos que están ahí son laburantes precarizados con capacidad de consumo, a pesar de todo. Y son quienes están más o menos inestablemente, ya sea en el centro o en la periferia de esas nuevas clases medias de hoy. Son quienes votaron a Macri y a quienes se acusó obstinadamente de gorilas, de desagradecidos, de privilegiados. Es a quienes queremos enamorar invitándolos a defender la escuela pública, la educación pública y la paritaria libre. Cosas que conocieron precariamente y que nunca incluyen sus inmensas e interminables precariedades: la violencia (machista y de las otras), la inseguridad, el transporte, el abuso de los bancos y las empresas telefónicas. Quién sabe. Si ese no es el pueblo, el pueblo dónde está.

4. La política imposible

Repitamos las preguntas que nos hicieron desde las izquierdas latinoamericana y europea hace varios párrafos: ¿qué hacemos en nuestras sociedades actuales si perder es una posibilidad cada cuatro años en elecciones libres, es decir, cuando los momentos jacobino-leninistas son pocos y en general no están de nuestro lado? ¿Qué pasa a la hora de elegir con quien pactar para no perder? ¿Cuánto tolera un proceso de cambio sin transformaciones en la base económica? ¿Cómo se recupera el apoyo de las mayorías? ¿Cómo llegamos al corazón –y no sólo al bolsillo- de los pueblos del siglo XXI?

No es fácil extraer conclusiones claras y lamentamos informar que no vamos a responder a estas preguntas. Pero intentaremos dejar planteados algunos elementos que, sin duda, constituyen ideas fuerza de lo que tenemos que debatir para nuestros dos objetivos. En primer lugar, el que se ve más rápido: pensar una táctica común, una política a corto y mediano plazo que nos permita reagrupar una oposición amplia y poderosa de carácter antineoliberal y con capacidad de victoria electoral en 2019. En segundo lugar, el que se ve más tarde pero es el más importante: la construcción de una política que tenga claridad en el camino largo, en los desafíos del anticapitalismo, en las temporalidades engañosas de las transiciones y, sobre todo, que tenga capacidad de imponer condiciones en una táctica de alianzas con sectores que, a pesar de estar enfrentados con quienes gobiernan hoy, no van a dejar que un proyecto popular ponga en riesgo sus propios privilegios, es decir, la mayoría del arco político.

No va a haber una sola política. Ya no existe una sola forma de representar al pueblo, ni un solo tipo de demandas que exigir, ni un solo tipo de derecho que defender. No hay una mayoría social uniforme, sino una serie dispersa de mayorías heterogéneas y dinámicas que convocar, conocer y reconocer. Si los trabajadores de la economía popular no están en la ecuación, no habrá proyecto de país viable a mediano plazo; por ende, no se puede hacer política solamente para ellos y mucho menos dejar de hacerla. Si los trabajadores formales mejor pagos no están en la ecuación, no habrá proyecto de país, porque lo pueden parar gracias a su fuerza. No podemos subordinar un proyecto político a su agenda, pero mucho menos dejarlos afuera. No se puede hacer política solamente para los sectores medios y tampoco dejar de hacerla, porque hay que ganar elecciones. Tendrá que ser con la crema, la leche y el agua, retomando la tan ocurrente metáfora de Emilio Pérsico que tiene, como las mejores metáforas, una inmensa potencia explicativa. Pero eso exige pactos diferentes. Identidades políticas y organizativas diferentes: amplitudes fenomenales que no hemos tenido hasta hoy.

En definitiva Iñigo sostuvo lo mismo que Pablo en el debate con Linera: que no importa la alternancia, o perder elecciones (esos momentos jacobinos que decíamos antes) sino que lo importante es el piso de derechos que se dejan, que el pueblo ya no agradece a nadie haberlos recibido, ni le debe a nadie su voto, porque considera que le corresponden; es decir, la eficacia irreversible de una hegemonía. No nos gusta tanto esa conclusión, que suena a etapista, a un mundo que mejoraría de a poco y que no es real, pero está claro que es un debate para después. Linera, que todavía conduce una revolución, nos recuerda el viejo debate de las transiciones: tenemos que construir un proyecto de país para hoy que no puede escapar a las alianzas amplias y hasta indeseables. Pero tenemos que construir fuerza social organizada para el país que vayamos a estar en condiciones de soñar y de disputar mañana. No porque creamos en que este sistema va mejorar con el tiempo. Al contrario, lo único que puede mejorar es nuestra capacidad de imponer condiciones.

Las luchas sectoriales no son un asunto menor. Alguien que ya no está de moda citar decía que el programa mínimo del peronismo en la década del ‘60 era tan incompatible con el régimen que su principio conciliador de clases se terminaba dando de frente con sus efectos revolucionarios. Creemos que lo mismo pasa hoy con muchas luchas que las organizaciones políticas y sociales no terminamos de desplegar porque no nacieron de nuestro seno: el programa mínimo de feminismo (las políticas públicas que exige, por ejemplo) tiene tantas consecuencias en las raíces culturales y en los anclajes de poder estatal y paraestatal de nuestro país que su aplicación es incompatible con el actual modelo de estado. Las feministas somos peligrosas para el conjunto del sistema político. Lo mismo podemos decir del ambientalismo o de muchas reivindicaciones sectoriales (o sectorializadas, vamos a decir la verdad). Exprimir su radicalidad es una salida hacia adelante, las fuerzas políticas no pueden seguir mirando de costado las luchas que han asumido los mayores grados de masividad y protagonismo entre los sectores que necesitamos reenamorar.

No vamos a volver. El primer desafío es volver a creer que somos el futuro. Por alguna ironía de la historia, nosotros proponemos ejercicios nostálgicos y ellos proponen futuros de cartón. La modernidad solía ser aliada de los proyectos emancipatorios. El proyecto emancipatorio del siglo XXI tiene que incluir un futuro posible, no un pasado imposible, la defensa de las viejas estructuras o su simple renovación. La modernización es nuestra, no del capital concentrado. ¿Qué tiene de malo la eficiencia, que no sea el uso político que hacen de ella las derechas? La corrupción, los privilegios y todos los lastres que ya sabemos que nos destruyen y que son la victoria ideológica del enemigo contra nosotros no pueden estar en el listado de nuestros silencios. Claro que hubo pasados mejores, también es cierto que los hubo peores. Proponerle a un pueblo que votó una propuesta de cambio que hay que volver al pasado, sea cual sea ese pasado, está condenado al fracaso. La pregunta, en todo caso, es si hacemos política para cambiar la realidad o si estamos tan enamorados de nosotros/as mismo/as que deseamos con fuerza que sea la que nos gustaría.

El segundo desafío de un proyecto popular es hablar en el idioma de este siglo: su brevedad, si imagen, su picardía. No podemos sostener una retórica del enfrentamiento que nos aleja de demostrar que podemos gobernar, ser garantía de orden e institucionalidad. Un proceso de cambio verdadero se enfrentará a grandes poderes y seguramente será un enfrentamiento violento, como lo son todos los que ponen en crisis al capitalismo. Pero no podemos seguir construyendo una retórica del sacrificio y del sufrimiento, en la que el disfrute del presente y el derecho al ocio sean privilegios de clase: de este lado, esforzado/as mártires que enfrentamos los problemas. De aquel, gente feliz resolviendo problemas con eficiencia. En lugar de mofarnos de una propuesta política que se basa en la alegría despolitizada, preguntémonos qué tiene de seductor (en esto de encontrar fibras sensibles) una propuesta política que invita a luchar toda la vida contra el opresor. Claro que es una operación ideológica que invisibiliza el conflicto social. El problema es que en esa operación la derecha nos robó la alegría.

Una de las derrotas más grandes que tenemos como campo popular argentino es que dejamos de soñar. Que nos creímos que algunos años mejores eran lo máximo que podíamos dar y que, encima, nos tenían que agradecer. Nos enamoramos de las transiciones, de los líderes, de algunos de los privilegios estatales. Nos enamoramos del poder del estado y hasta hubo quienes se dignaron a enojarse con trabajadores y trabajadoras que no tenían por qué agradecer aquello que les corresponde por derecho. Queremos el pasado porque dejamos de creer en el futuro. Con esa pobreza de esperanza, ellos ya ganaron. Cuando los trabajadores y trabajadoras gritaban que la tierra será el paraíso lo decían en serio. Cuando el peronismo deseaba la felicidad del pueblo, estaba convencido de que era posible. Ese es el único pasado que podemos anhelar: el que todavía no llegó. Vamos a tener tácticas unitarias cuando recuperemos las estrategias.

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(*) N. del E.: El presente artículo, al igual que el de Juan Manuel Villulla, lleva por título «Volver al futuro». La numeración es nuestra, con el fin de diferenciarlos sin alterar la propuesta de los autores. No queremos dejar de llamar la atención, sin embargo, sobre la coincidencia. Lejos de ser casualidad, nos resulta sumamente sugestiva.

Vamos a tomarnos el mismo atrevimiento que se toma el PRO y los vamos a llamar por sus nombres, como si nos uniera la amistad.

No estamos poniendo en debate si se podía pero no se quiso o si se quería pero no se pudo. Sólo resaltamos que es un hecho objetivo que la estructura económica argentina no tuvo modificaciones de fondo.

Esta entrada tiene 2 comentarios

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