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Dilemas estratégicos en la “izquierda popular”

Por Martín Mosquera y Facundo Nahuel Martín

Hace no tantos años, la denominada “izquierda independiente” –marcada por las orientaciones basistas y autónomas dominantes en 2001- reivindicaba la construcción de «poder popular» y el trabajo de base como los fundamentos de su proyecto político, mientras que poco tenía para decir a la hora de pensar la disputa superestructural. Exhibía, además, serias dificultades para relacionarse de manera matizada y compleja con un fenómeno como el kirchnerismo, que es inequívocamente capitalista en su orientación global pero que también propulsó conquistas progresivas que le granjearon la adhesión de vastos sectores populares. La idea de “izquierda popular” que adopta ahora un conjunto de organizaciones políticas vino a cambiar los énfasis y reelaborar las líneas de construcción política: sin abandonar la creación de «poder popular», ahora se otorga mayor centralidad a la capacidad para relacionarse de manera dialógica, porosa y productiva con los saberes y sentires populares. Se trataría entonces de construir una izquierda que no se regodee en la delimitación con respecto a las mayorías sociales, cultivando el matiz y la complejidad, tratando de empalmar con lo mejor de la experiencia real de la clase trabajadora. Esto significa también una izquierda capaz de metabolizar elementos de las identidades, los modos de hacer política y las trayectorias habidas por los sectores populares bajo la égida del peronismo.

Definir el propio proyecto como la construcción de una izquierda popular enraizada en las tradiciones y la vida de las clases subalternas tiene toda su pertinencia. Nuestro horizonte estratégico es la reconstrucción de la estrategia y el proyecto socialistas en un contexto de estabilidad relativa –aunque duradera- de las instituciones representativas. Hoy las crisis sociales y políticas no se desarrollan en completa exterioridad al Estado capitalista, por lo que las posiciones ocupadas en el plano de la representación son complementarias de la lucha social y el trabajo de base, además de resultar indispensables para plantear los problemas del poder, el enfrentamiento con la burguesía y la preparación de procesos de transición socialista. Buscamos construir una izquierda anticapitalista con capacidad de disputa y articulación hegemónica, que no milite para aislar a los sectores combativos y politizados del conjunto del movimiento popular, sino para ligarlos a él. En este marco, hacemos propia la crítica de la izquierda popular a las corrientes ultra-izquierdistas que priorizan su propia consistencia identitaria, ideológica y programática por sobre los largos procesos de reagrupamiento que se da la clase trabajadora con independencia de nuestro control. Entendemos que las izquierdas deben participar activamente de esos procesos, sin esconder sus banderas ni desdibujar sus identidades, pero acompañándolos de manera fraterna y franca.

Ahora bien, el camino de la izquierda popular no ha estado exento de sinuosidades y complicaciones, como ocurre con todas las experiencias históricas que abren perspectivas nuevas entre tanteos, errores, aprendizajes y correcciones. El salto a la arena electoral implicó decisiones difíciles, donde las distintas organizaciones se exponían ya a hacer intervenciones marginales, ya a realizar alianzas poco atractivas para superar la línea de flotación impuesta por las PASO.

En particular, la relación con el kirchnerismo parece hoy poner en crisis a la izquierda popular. Se da un movimiento usual por el cual, en el camino de la construcción de una izquierda con vocación hegemónica, “el interpelador se convierte en interpelado”: los sectores de izquierda que reorientan su política a la conquista de mayorías sociales se van adaptando cada vez más a las direcciones constituidas (capitalistas) de la clase trabajadora y, con el tiempo, sus expectativas se limitan a promover el policlasismo burgués en sus variantes más progresistas.

Después de la asunción de Macri a la presidencia se amplificaron las presiones en ese sentido por el peso de la propia coyuntura. La prioridad de enfrentar a la derecha en el poder se impone a tal punto que sostener delimitaciones estratégicas con el kirchnerismo parecería un crimen sectario. Esto pesa en la izquierda popular, una parte de la cual tiende a adaptarse cada vez más al “retorno de Cristina” (o alguna de sus variantes, generalmente ampliada “por izquierda” y crítica al PJ mediante) como proyecto político. La propuesta de construir amplios frentes antineoliberales liderados por el kirchnerismo tiende a enarbolarse entonces como la primera tarea de la izquierda en un contexto de retroceso del movimiento popular y ofensiva de la clase dominante.

Es preciso comprender de modo matizado estas tensiones: la crítica a los proyectos de integración al kirchnerismo no debe realizarse desde una posición principista o sectaria sino desde el análisis concreto de la situación. La realización de coaliciones amplias para enfrentar gobiernos neoliberales y evitar su consolidación hegemónica es una posibilidad política en algunos contextos. La izquierda radical, anticapitalista, no se limita a construir desde su propia referencia identitaria sino que muchas veces debe participar de frentes amplios con direcciones ambiguas, vacilantes o con programas poco definidos. Lo importante es comprender la táctica con la que, en cada caso, se hacen estas apuestas, clarificar lo que se espera conseguir con ellas y mantener la independencia con respecto a esas direcciones.

Podríamos intentar resumir o interpretar del siguiente modo las coordenadas estratégicas dentro de la “izquierda popular” que concluyen en la necesidad de defender el retorno de CFK al Gobierno y empalmar para eso con el kirchnerismo en un nuevo frente «anti-neoliberal». Los momentos clave del razonamiento aparentan ser: 1) la victoria de Macri inaugura un momento fuertemente defensivo para las clases populares; 2) el programa de disciplinamiento de la clase obrera y el movimiento popular en curso se blinda con la formación de un sistema político basado en un bipartidismo conservador; 3) el liderazgo de CFK y su oposición al programa de gobierno es el único recurso disruptivo respecto a este «bloque neoliberal»; 4) el kirchnerismo es un movimiento popular donde se agrupa y se representan las clases populares en nuestro país; 5) CFK es el liderazgo natural de las clases populares; 6) existe la posibilidad de una radicalización del liderazgo de CFK que lleve a un tentativo futuro gobierno suyo más lejos de lo que alcanzó el ciclo anterior. Estas tesis se enmarcan en una hipótesis estratégica más general que pareciera afirmar que todo proceso revolucionario en América Latina no puede ser otra cosa que la radicalización (interna) del nacionalismo popular. A su vez, detrás de estas posiciones se entrevén algunas concepciones teóricas, aunque todavía de manera balbuceante o tácita, en torno a la concepción del Estado, de la lucha política, del lugar de la disputa electoral, del papel de la movilización extra-parlamentaria, de la forma de vincularse con las tradiciones populares. En resumen, bien entendido y allende las diferencias, se trata de un debate estratégico digno de su nombre.

Desde nuestra parte vamos a tomar una posición clara en este debate. La adaptación al retorno kirchnerista como horizonte táctico para el período nos parece un error que lleva a una desarticulación profunda de la izquierda popular como espacio político y que es preciso evitar. Debemos construir una amplia unidad en la acción contra la derecha gubernamental (unidad que puede incluir, en ciertas coyunturas electorales, llamar a votar por candidatos ajenos a la izquierda, con un sentido táctico y defensivo) y sentar las bases de una alternativa política capaz de interpelar a las amplias mayorías que depositaron expectativas en la dirección de CFK y sus aliados pero manteniendo, simultáneamente, independencia respecto a su liderazgo político y a los frentes reagrupados en torno a su figura.

En el texto que sigue intentaremos abordar un conjunto de temas implicados –a menudo de forma implícita- en los debates actuales, como el papel de la lucha electoral en la estrategia socialista, la comprensión de las experiencias nacional-populares, el vínculo entre socialismo y nacionalismo, la caracterización actual del kirchnerismo y las tareas presentes de cara a la construcción de una alternativa política popular.

Lucha electoral y estrategia socialista

Parte importante de la izquierda a nivel internacional tiende a coincidir en que, en las condiciones actuales de consolidación de democracias capitalistas avanzadas, la lucha electoral cumple un papel más relevante que en el imaginario insurreccional o guerrillero que caracterizó a la izquierda del siglo XX. Esta es una conclusión muy general y, como tal, deja abiertas diversas cuestiones: la relación entre la disputa electoral y la lucha de masas, la dialéctica entre trabajo institucional, movilización social y auto-organización, el papel de la ruptura revolucionaria con el Estado burgués y, a fin de cuentas, la pregunta por los elementos vigentes del patrimonio estratégico de la izquierda marxista tradicional emergente de los triunfos revolucionarios del siglo pasado (Rusia, China, Vietnam y Cuba, principalmente).

En nuestra opinión, la lección que puede extraerse de aquellas experiencias revolucionarias muestra que la «vía electoral» no resuelve completamente la cuestión del poder en la medida en que no permite, por sí misma, la toma del poder del Estado. En todo caso, la vía electoral propicia el acceso a un sector del aparato del Estado que debe ser concebido como palanca para intensificar la lucha de clases y apostar a generar las condiciones para una ruptura decisiva con el Estado burgués, en el marco de un proceso de larga duración. Como se muestra en todos los casos donde fuerzas radicales acceden al gobierno, la presión de las clases dominantes no vacila, sino todo lo contrario: en el largo plazo, las posibilidades de una reacción violenta contra-revolucionaria (como en Chile en 1973 o Venezuela en 2002), o de capitulación ante los intereses dominantes (como el PT en 2002 o Syriza en 2015) aumentan. Es por ello que la presión popular sobre estos gobiernos y la construcción de instancias de auto-organización que puedan enfrentar la reacción y radicalizar el proceso resultan elementos fundamentales. La captura del gobierno en el marco de un Estado burgués debe ser el punto de partida para rupturas más decisivas con el capitalismo sobre la base de la movilización social si se quiere evitar el ahogo de las perspectivas transformadoras en una progresiva adaptación y normalización institucional.

Diferentes experiencias revolucionarias del pasado evocan cierta imagen aproximativa de estas coordenadas estratégicas: la victoria electoral del Frente Popular en 1936 en el Estado español, pese a las limitaciones de su dirección, produjo una respuesta reaccionaria y desencadenó un proceso revolucionario que podría haber desbordado a los aparatos y conducido a un triunfo de las clases populares. El acceso al gobierno de la UP en Chile y su proyecto de “vía chilena al socialismo” abrió un proceso de golpes revolucionarios y contrarrevolucionarios durante años, donde las fuerzas radicales no fueron capaces de enfrentar la reacción fascista. El intento de golpe de Estado a Chávez en 2002 se logró responder exitosamente y produjo una radicalización del proceso. Está claro que el triunfo electoral (contra toda tesis reformista o de “vía pacífica al socialismo”) es sólo un momento que permite eventualmente radicalizar la lucha de clases que, en última instancia, se dirime en la capacidad de movilización y auto-organización de las masas y en el peso social y militante de las corrientes radicales para empujar el proceso hacia una ruptura decisiva con las clases dominantes y sus instituciones.

Si un «gobierno de izquierda» en el marco de un Estado burgués no puede resolver completamente la «cuestión del poder», ciertas lecciones estratégicas del siglo XX mantienen su vigencia, aunque en un cuadro nuevo. El centro de gravedad de la izquierda anticapitalista debe estar puesto –aún en el marco de un «gobierno popular»- en el desarrollo de la movilización social independiente y en la construcción de una nueva institucionalidad: en el «poder popular». Si es necesario «ir hasta el final» en la ruptura con las clases dominantes, esto significa que mantienen vigencia los conceptos de «crisis revolucionaria» y «doble poder» (siempre y cuando no se lo considere en absoluta exterioridad respecto al Estado capitalista), así como ciertas lecciones sobre la cuestión político militar que provienen de la experiencia china, vietnamita y cubana. En resumen, la lucha electoral no reemplaza, sino que precede o complementa a los inevitables choques insurreccionales o violentos y a las instancias de auto-organización y movilización extra-parlamentaria.

Existe un segundo punto relevante que determina formas muy diferentes de comprender y abordar las discusiones estratégicas mencionadas, y que remite a la vigencia de la delimitación entre reforma y revolución. En el sentido de un fenómeno político que pretende la mejora gradual del capitalismo en lugar de la transformación revolucionaria de la sociedad, el reformismo emerge de las condiciones materiales mismas de la clase trabajadora. La situación estructural de subalternidad de la clase obrera en la sociedad burguesa, la subordinación y fragmentación que induce la naturaleza misma de la producción capitalista, lleva a lxs trabajadorxs a una profunda inseguridad sobre sus propias fuerzas. Esta falta de confianza limita la expectativa de la clase trabajadora a cambios parciales dentro del capitalismo antes que a su superación revolucionaria. Dicha tendencia de lxs trabajadorxs hacia el reformismo no se quiebra de forma automática ni por medio de cambios súbitos sino que exige un trabajo prolongado de lxs revolucionarixs.

Por razones estructurales, que tienen que ver con esta –si se permite la expresión- hegemonía espontánea del reformismo, cuando un proceso de radicalización social logra traducirse en una mayoría político-electoral no suele estar dirigido por corrientes socialistas revolucionarias (como se puede advertir en las experiencias de la UP chilena, el chavismo, el MAS boliviano, Syriza, etc.). Por lo tanto, debemos evitar la subestimación de las limitaciones de las direcciones políticas que emergen de los triunfos electorales. Esta subestimación puede llevar a desconocer las dinámicas de lo que Gramsci denominaba «transformismo», es decir, procesos por los cuales líderes, partidos o gobiernos originalmente «populares» son objeto de una progresiva adaptación e integración a las clases dominantes, razón por la cual, en lugar de impulsar un proceso de radicalización social y política –y como medio para contar con el favor de las clases dominantes-, cuando acceden al gobierno tienden a neutralizar la movilización de masas a través de algunas concesiones sociales o populares. Este es el caso, por ejemplo, del PT en Brasil o de Syriza en Grecia, pero también de numerosas experiencias históricas.

Ahora bien, si la delimitación entre reforma y revolución «no está grabada en mármol de una vez y para siempre» en los textos sino que es móvil, dinámica, y depende del contexto histórico y las relaciones de fuerza, eso no significa que se haya diluido como tal. Y probablemente en cómo se piense el papel de la «vía electoral» en relación a la lucha de masas, la auto-organización, la movilización extra-parlamentaria, se pueda situar actualmente buena parte de aquel dilema. En este sentido se muestra problemática la reivindicación acrítica de todas las direcciones políticas que emergen con cierto éxito electoral (Pablo Iglesias o Iñigo Errejón de Podemos, Mélenchon en Francia, Rafael Correa en Ecuador, Tsipras en Grecia, entre otros) característica, hasta cierto punto, de las organizaciones de la izquierda popular.

Sobre la comprensión de las experiencias nacional-populares

Siguiendo a Gramsci, es preciso entender la política revolucionaria como construcción de hegemonía, es decir como un proceso de conquista de la «dirección moral e intelectual» que supone la rearticulación en un sentido emancipatorio de elementos presentes en la cultura popular y en sus tradiciones políticas. Así como en muchos países europeos la izquierda anticapitalista tiene que confrontar la hegemonía que el «reformismo obrero» (la social-democracia y, en menor medida, el estalinismo) mantiene sobre la clase trabajadora, en muchos países latinoamericanos tal lugar lo ocupan el nacionalismo burgués o el populismo. Es decir, fenómenos políticos que suelen estar caracterizados, para decirlo de forma extremadamente sumaria, por la existencia de un líder caudillista o carismático, una ideología nacionalista, una gran base popular y una alianza policlasista. A lo que se puede agregar otros rasgos, variablemente según las experiencias, como un Estado proteccionista e interventor, una matriz económica mercado-internista, una fuerte política social y un arbitraje estatal progresivo en la distribución de ingresos.

Rechazar un enfoque sectario del populismo –habitual en la izquierda marxista- conduce a algunas corrientes a entender el socialismo latinoamericano, sin mayores precisiones, como una «radicalización del nacionalismo». Sobre este punto hay que detenerse con cuidado, porque se corre el riesgo de mezclar confusamente diferentes cuestiones. En primer lugar, podemos acordar con esta formulación si se la comprende gramscianamente en términos de «conquista de la hegemonía». El «universo» nacionalista contiene rasgos progresivos (contenidos antiimperialistas y anti-oligárquicos, la reivindicación de la justifica social, etc.) articulados orgánicamente con contenidos conservadores (la subordinación de la clase obrera a la burguesía nacional y al Estado capitalista, la xenofobia y el racismo, el antisemitismo, etc.). Conectar con los rasgos y las tradiciones nacionalistas más progresivas es una tarea estratégica indudable.

El nacionalismo de amplias capas populares es a menudo expresión de aspiraciones democráticas y antiimperialistas genuinas. En efecto, muchas veces las constricciones que el capitalismo impone a la autodeterminación obrera y popular aparecen bajo la forma de imposiciones de los mercados internacionales, el capital transnacional, los órganos multilaterales de crédito o las potencias extranjeras. En efecto, en cuanto el capitalismo mundializado es profundamente segmentado y desigual, en las periferias la opresión del capital como tal es vivenciada distorsionadamente como la opresión particularizada del capital extranjero en particular. Aspiraciones democráticas a la autodeterminación colectiva se expresan entonces, con frecuencia, en términos de soberanía nacional. Es preciso radicalizar los núcleos de buen sentido de este planteo soberanista y de autodeterminación, en cuanto expresa, a su modo, aspiraciones emancipatorias.

Sin embargo, la fórmula del «socialismo como radicalización del nacionalismo» pretende más que ello. Remite a la idea de que los procesos de radicalización social tienden a pasar por la mediación de un gobierno «nacionalista» al que hay que apostar a radicalizar en un sentido socialista.

Como dijimos antes, pensamos que los procesos de intensificación de la lucha de clases en nuestra etapa no tienden a adoptar la forma de una crisis general del Estado en una perspectiva de insurrección y doble poder, sino que suelen traducirse, en cierto momento, en una combinación gubernamental, ya sea «de ruptura» con las clases dominantes (lo que no significa necesariamente de transición al socialismo), o bien de contención social, con la dificultad de que la frontera entre un tipo y otro de gobierno es imprecisa y variable. Esta experiencia gubernamental puede adquirir la forma de un «nacionalismo de izquierda» como es el caso, por ejemplo, del chavismo venezolano. Sin embargo, los gobiernos nacionalistas o populistas no siempre cumplen un rol progresivo sino que, las más de las veces, funcionan como un factor –aunque contradictorio- de contención de las masas, como es el ejemplo histórico del peronismo. Si bien en estos casos también hay que pensar la relación entre el socialismo y el nacionalismo como una relación «hegemónica» y no meramente exterior, el vínculo con el gobierno en cuestión es muy diferente en uno y otro caso. Sin ir más lejos, es la diferencia que establecemos en la ubicación ante el kirchnerismo y el chavismo. Mientras que el chavismo estimuló la movilización social, extendió una red de comunas para-estatales y puso en pie un movimiento popular que no lo preexistía, el kirchnerismo se dedicó en la mayoría de los casos a aplacar el conflicto social, reducir la autonomía del movimiento popular al rol de correa de transmisión de las decisiones gubernamentales y a restituir el rol del estado capitalista como garante del compromiso entre clases. Allende cualquier limitación de la experiencia bolivariana, esta diferencia resulta fundamental y explica los efectos conservadores que el kirchnerismo tuvo en el largo plazo sobre la política argentina, estabilizando una correlación de fuerzas entre clases que generó las condiciones de posibilidad para el ascenso (inimaginable en 2003) de Cambiemos. En esto consistió el papel “pasivizador” sobre la lucha de clases que ejerció el kirchnerismo, tal como lo define el filósofo gramsciano Massimo Modonessi.

Por otro lado, en América Latina no siempre los fenómenos «reformistas» adquieren la forma nacionalista/populista. Los casos de la UP chilena, el PT brasilero, el FA uruguayo, por mencionar sólo algunas experiencias clave, se asemejan más a un «reformismo obrero» que al nacionalismo burgués o popular antes descripto. Si bien el componente anti-imperialista tuvo una fuerte presencia en el sandinismo nicaragüense, en ningún sentido es analogable a las formas tradicionales del nacionalismo latinoamericano. Y el Movimiento 26 de julio cubano no era más que un movimiento anti-dictatorial difuso, donde incluso el componente anti-imperialista era inicialmente débil; solo si dilatamos demasiado la definición podríamos calificarlo como un ejemplo de nacionalismo o populismo latinoamericano. Es decir, si bien aquello que –un poco ambiguamente- solemos denominar populismo o nacionalismo constituye un tipo de experiencia política recurrente en América Latina, es inconveniente apresurarse a generalizarlo como «ambiente» general de la política revolucionaria en nuestra región1.

La perspectiva de «radicalización del nacionalismo», paradójicamente, puede sugerir una cosa o su contraria. En la tradición de la revolución cubana significaba una ruptura con las estrategias etapistas de los PPCC y su subordinación a las burguesías nacionales. Significaba, precisamente, la ruptura con un nacionalismo de tipo burgués en una perspectiva de radicalización anticapitalista. En el debate actual, parece adquirir el significado inverso: la adaptación a las direcciones policlasistas realmente existentes bajo la expectativa, siempre postergada, de una tentativa radicalización.

En resumen, la formula «radicalización del nacionalismo», si bien no necesariamente equivocada, resulta confusa para dar cuenta de la complejidad de estas cuestiones estratégicas. Y, al enfatizar los elementos de continuidad, esta fórmula minimiza los elementos, también insoslayables, de ruptura entre el socialismo y el nacionalismo, más aún en los casos en que el nacionalismo adquiere rasgos conservadores.

Tal exageración del peso del nacionalismo en la estrategia socialista en América Latina tiende a redundar en una disolución de las fronteras identitarias entre la izquierda anticapitalista y el nacionalismo popular. Esto cumple un papel importante en organizaciones políticas caracterizadas por un subdesarrollo del pensamiento estratégico y una hipertrofia de la cuestión identitaria y simbólica. Se trata de organizaciones jóvenes que a menudo no llegan a delimitarse en relación a un programa y una estrategia sino que lo hacen, como diría Raymond Williams, en torno a una «estructura de sentimiento». Esto es, un conjunto de referencias, símbolos, mitos, que organizan pasiones y pertenencias. Por eso en estos casos en lo identitario se tramita, un poco inconscientemente, lo estratégico. De allí su centralidad.

Las tradiciones ultra-izquierdistas tienden a considerar la construcción identitaria de la izquierda socialista en abstracción de las tradiciones políticas y populares, intentando sobreimprimirse en una clase obrera que se imagina maleable. Efectivamente, es imprescindible que la izquierda trascienda los microclimas de vanguardia y dialogue con las identidades populares reales constituidas en la historia. No es posible imaginar un proceso de transformación social que logre aglutinar efectivamente a la clase trabajadora implantando consignas verticalmente y embistiendo de frente contra el sentido común. Sin embargo, las tradiciones populares realmente existentes son bastante más heterogéneas, complejas y plurales de lo que, a veces, desde la izquierda popular hemos tendido a suponer. Tomemos el caso del peronismo. Dentro de sectores de la cultura de izquierda se reactivó durante el kirchnerismo la presunción de que existe una persistente, “esencial”, identidad peronista de la clase obrera argentina. Sólo una izquierda que se apropie de la simbología del peronismo podría entonces dialogar con la identidad popular. Esta tesis, que tuvo su sentido hace varias décadas, difícilmente se sostiene sin vacilaciones hoy día, cuando el peronismo identitario tiene una pregnancia acotada, centrada en los aparatos políticos del PJ y la burocracia sindical o a lo sumo en las clases medias progresistas que depositaron expectativas en el kirchnerismo y se peronizaron tardíamente. Los agrupamientos deportivos, religiosos y musicales, por ejemplo, tienen hoy un calado mucho más profundo en el pueblo que la vieja identidad peronista. La frase “el pueblo argentino es peronista” esencializa algunos aspectos de la realidad y las identidades populares, elevándolas de manera distorsiva a rasgos centrales. La interpelación a las tradiciones plebeyas debe contemplar el problema simbólico del peronismo y su legado histórico, pero no es legítimo reducir lo popular a lo peronista ni exagerar su peso frente a la fragmentación y pluralidad de identidades populares en la actualidad.

La clase obrera tradicional, proveniente de la industrialización del siglo XX, ha sufrido una profunda transformación durante las últimas décadas que condujo a una factura y dualización duradera entre un sector formal y otro informal (precario y dependiente de la ayuda estatal). Esta mutación de envergadura histórica posiblemente esté teniendo efectos erosionantes sobre el peronismo como representación política de la clase trabajadora, tal como sostiene la hipótesis del reciente texto de Juan Carlos Torre2. Probablemente, el kirchnerismo no reactivó la memoria y la identidad peronista de la clase obrera formal (que se alejó mayoritariamente del gobierno de CFK en los últimos años, ruptura simbolizada en la pelea con Moyano y en el debate sobre el impuesto a las ganancias) sino que se hizo fuerte en otra alianza social: la de las clases medias progresistas –que en los 80 acompañaron al alfonsinismo y en los 90 al Frepaso- y los sectores más pauperizados de la clase trabajadora, el sector informal, precarizado y dependiente de la asistencia social. «¿Con qué se quedó el FPV –se pregunta Martín Rodríguez en un artículo reciente- en la figura prístina de Cristina? Con el progresismo y el tercer cordón. Becarios del Conicet y Asignación Universal por Hijo (AUH) para graficarlo. Progres y pobres».3

Difícilmente en nuestro país exista una izquierda con peso de masas sin cierta mixtura con otras tradiciones políticas. Allí el nacionalismo y el peronismo son tradiciones importantes, pero no excluyentes. Sin embargo, considerar que la síntesis con otras tradiciones políticas y populares cumple un papel estratégico para que la izquierda se transforme en una tradición con presencia real en la vida de las clases populares, no significa que debamos pre-armar síntesis identitarias de laboratorio, menos entre pequeñas organizaciones políticas como las nuestras. No debemos inventar entre nosotros la síntesis político-identitaria para una hipotética izquierda de masas. Nosotros debemos definir nuestro proyecto, nuestro programa y nuestra identidad. Y en función de procesos reales, concretos, construir las síntesis ideológicas, identitarias, que sean necesarias, al calor de experiencias populares efectivas.

Tenemos claro que un proceso de transformación social radical no es la mera radicalización del conflicto económico entre burgueses y proletarios, sino que supone la construcción, como diría Gramsci, de una voluntad nacional-popular, en el sentido en que se debe dar una respuesta a la crisis de la Nación en su conjunto y articular un bloque social heterogéneo para ello. Esto supone rearticular los mejores elementos presentes en la cultura popular, pero sin seguidismos románticos ni esencialistas. Las identidades populares, en las que se sedimentan luchas y conflictos, también están atravesadas por formas de dominación, opresiones coaguladas y conservadurismos plasmados. Una izquierda que aspire a una política de masas sin perder pulsión emancipatoria debe también permitirse una vinculación selectiva y crítica con sus tradiciones y su vida colectiva.

Sobre el kirchnerismo, una vez más

Para empezar, debemos ser tajantes: ninguno de nuestros actuales debates estratégicos pueden resolverse desde posiciones de «principios». Contra lo que piensan sectarios y dogmáticos de distinto tipo, la política emancipatoria no debe reducirse a una ejecución rutinaria de «lo mismo» ante situaciones diferentes. «Hacer política», en el sentido radical y emancipatorio del término, requiere dosis fundamentales de creatividad e imaginación estratégica, de flexibilidad táctica y organizativa, de «análisis concreto de la situación concreta» o, como se repite un poco abusivamente últimamente, de «sentido del momento histórico», utilizando la expresión de Fidel Castro. Debemos alejarnos de toda concepción escolástica de la realidad social. La política requiere, a menudo, acuerdos y compromisos hasta con «el diablo y su abuela», tal como enunciara Trotsky. Es preciso, entonces, no asumir los esquemas preestablecidos del dogmatismo. Para tomar el ejemplo histórico clásico, la revolución de Octubre fue bien caracterizada por Gramsci como una revolución contra El Capital (de Marx), en tanto no se ajustaba a sus previsiones históricas (ni al marco estratégico que los bolcheviques sostuvieron durante años). O, para dar referencia cara a la izquierda latinoamericana, el mayor proceso de radicalización social y política de nuestro continente durante las últimas décadas vino de la mano del liderazgo de un militar nacionalista como Hugo Chávez. En el viejo continente pudimos ver cómo un viejo líder izquierdista marginal como Jeremy Corbyn se hizo sorprendentemente con el control del fuertemente derechizado Partido Laborista de Tony Blair. La política revolucionaria, en resumen, es más imaginativa de lo que los dogmáticos de distinto tipo pueden concebir.

Yendo al punto en cuestión, nosotrxs consideramos que existen casos críticos donde las fuerzas revolucionarias pueden acompañar un liderazgo “nacionalista burgués”, ya sea de forma defensiva ante arremetidas oligárquicas o autoritarias o como medio de encontrar un canal hacia el movimiento real de la clase trabajadora o acompañar la radicalización de franjas relevantes de los sectores populares. A veces se trata de apoyarlos para empujar hacia el agotamiento la experiencia política de las masas con estas direcciones, en el sentido en que Lenin afirmaba que había que sostener al Laborismo inglés del mismo modo que la soga sostiene al ahorcado”.

El kirchnerismo, hemos dicho repetidas veces, fue un proyecto de conciliación de clase que surgió como subproducto de la rebelión de 2001, cuando fueron necesarias nuevas concesiones sociales y democráticas para restablecer la gobernabilidad y la dominación política. Un proyecto de estas características puede ser sustentable en un contexto expansivo de la economía, como el que vivió nuestro país entre 2002 y 2012 (con excepción de la breve recesión de 2009). Cuando las experiencias «redistributivas» que no cuestionan las estructuras de propiedad fundamentales se enfrentan a sus tradicionales cuellos de botella, empiezan a revertir sus propias reformas y a descargar el ajuste sobre las clases populares.

El «conflicto con el campo» de 2008 significó un punto de inflexión al catalizar una ruptura de sectores relevantes de las clases dominantes con el gobierno. El kirchnerismo se enfrentó desde entonces tanto con las patronales agrarias como con los medios de comunicación masivos más concentrados que lo habían respaldado previamente. Sin embargo, jamás propulsó rupturas frontales con la clase dominante (sólo con facciones muy parciales de ésta), no estimuló la movilización popular y mantuvo como horizonte estratégico estable la construcción de un “capitalismo serio” basado en la conciliación de clases. Cuando las condiciones de la acumulación estrecharon los márgenes de su precario estado social, el kirchnerismo aplicó un ajuste moderado (la “sintonía fina”), una devaluación que deterioró el salario y desconoció demandas importantes del movimiento obrero (como en las discusiones sobre el impuesto a las ganancias). Luego de la reelección de CFK en 2011, lejos de toda radicalización, el kirchnerismo intentó imponer un relativo «retorno a los mercados» con la expectativa de iniciar un nuevo ciclo de endeudamiento. Fue cuando se firmaron acuerdos con el CIADI, el Club de París y Chevron. En el plano político, fue el momento de ascenso de figuras como César Milani y Sergio Berni y de la aprobación de la Ley Anti-terrorista. Si bien este «retorno a los mercados» se detiene por fuerza mayor a partir del fallo del Juez Griesa, que imposibilitó el regreso del crédito internacional, el cuadro muestra que en el momento de mayor capital político, cuando muchos de sus militantes esperaban una «radicalización del populismo», el kirchnerismo inició un camino de normalización que se corona en la transición, sin sobresaltos, hacia la candidatura presidencial de Daniel Scioli.

Si el kirchnerismo volviera al gobierno en las condiciones económicas y sociales actuales, probablemente sería para interpretar una versión devaluada de lo que fue. Debería dar cuenta de esta incapacidad estructural del capitalismo argentino para seguir integrando demandas populares y emprender un camino de ajuste, aunque probablemente más moderado o con otro ritmo que el que intenta el macrismo. En esta cuestión de ritmo y alcance radica el rechazo de las clases dominantes al tipo de compromisos sociales que condiciona al kirchnerismo, al menos por el momento (la situación podría cambiar para las clases dominantes si se entrara en una situación de crisis abierta). Lo mismo sucede con el PT de Brasil, pese a que Dilma se fue del gobierno en medio de un ajuste de criterios neoliberales: las clases dominantes necesitan y se sienten seguras para ir más lejos todavía. Si hubiera ganado Scioli las elecciones, esta tendencia al ajuste también se habría manifestado (como confiesan todos los economistas de referencia de Scioli) y posiblemente se hubiese acelerado la experiencia de las masas con la dirección kirchnerista. Pero CFK se fue del gobierno sin un ajuste significativo y Scioli perdió las elecciones, por lo que para los sectores populares que se vieron favorecidos durante el kirchnerismo y para un sector de la militancia política, estas conclusiones son muy anti-intuitivas.

Si la naturaleza del «proyecto histórico» kirchnerista no representa una salida para los intereses populares, se vuelve necesario también precisar otras razones que justifiquen la delimitación política. La naturaleza organizativa del kirchnerismo, estructurada en torno a los peores aparatos políticos, no deja lugar para utilizarlo como «campo de trabajo» por parte de una corriente de izquierda radical. Si la orientación de integración al kirchnerismo se tratara solamente de una táctica de auto-construcción (empalmar con su militancia, sin expectativa en su dirección) hay que tener en cuenta el tipo de hipoteca estratégica que ello conlleva, sobre todo en las condiciones actuales. Dejemos a un lado que esta hipótesis persigue la ilusión de un crecimiento militante significativo que no se verifica en la experiencia de las numerosas organizaciones de izquierda que se incorporaron al kirchnerismo. Si analizamos experiencias históricas de este tipo, incluso organizaciones «de cuadros», cohesionadas ideológicamente, no escaparon a la mímesis con la organización que se dispusieron a utilizar como «campo de trabajo» ni a las presiones y la adaptación al medio; mucho menos en el caso de organizaciones jóvenes, con escasas delimitaciones estratégicas y métodos de reclutamiento y crecimiento laxos y por ende más expuestas a las presiones del entorno. Las tácticas a veces reescriben las estrategias en el mismo sentido en que la herramienta forma la mano. Sin fracciones significativas del aparato en proceso de radicalización o ruptura (al menos por izquierda), la integración al kirchnerismo difícilmente escape a un espiral progresivo de adaptación, como ya sufrieron otras organizaciones populares.

Por último, las recientes elecciones vuelven a mostrar el carácter relativo de la hegemonía del kirchnerismo sobre las clases populares. Si es cierto, como ya mencionamos, que sobre los sectores más oprimidos y precarizados de la clase trabajadora sigue influyendo de manera importante, por otro lado se consolida una fuerte ruptura entre sectores muy amplios de la clase obrera formal (lo que Pablo Semán llama el «moyanismo social») y el kirchnerismo que, probablemente, solo pueda revertirse en caso de que el gobierno de Macri entre en una situación de gran conmoción económica y política. Antes que devenir el ariete de la única oposición con chances de victoria sobre el macrismo, la figura de CFK puede convertirse en la polarización ideal para el gobierno, afectada por un techo electoral relativamente bajo, garantizando la división del peronismo y convirtiéndose en un obstáculo para la construcción de una mayoría social y electoral, incluso desde el punto de vista de la oposición burguesa al macrismo.

La construcción de una alternativa para las clases populares

La emergencia de una alternativa política radical al neoliberalismo es inseparable del desarrollo de un nuevo ciclo de luchas que ayude a desbloquear la situación presente. Actualmente no se reúnen las condiciones para la emergencia de una fuerza política con influencia de masas como son Podemos en el Estado español o el Frente amplio en Chile, para dar solo dos ejemplos recientes. El peso que tienen en nuestro país, por un lado, los aparatos tradicionales del peronismo a nivel de masas y, en otra escala, la izquierda sectaria dentro de los sectores activistas, reduce el espacio político para la construcción de una izquierda amplia con vocación de mayorías. Es importante tener presente que no todos los días están planteadas las condiciones para que la izquierda encuentre un canal real hacia las masas. Esto no significa que la situación no pueda cambiar en un plazo razonable, sobre todo si no están descartadas convulsiones políticas en los próximos años. Todavía no está asentada una nueva hegemonía macrista y el movimiento popular muestra aún fuertes capacidades de resistencia. Estos son puntos de apoyo cruciales para abrir paso a nuevas posibilidades políticas.

La base social y electoral del kirchnerismo hoy está expectante y algo desorientada ante las limitaciones de su dirección para enfrentar social y políticamente al macrismo. La posibilidad de construir en el futuro próximo una nueva síntesis política que incluya lo mejor del universo kirchnerista no depende de una asimilación a su política o a sus estructuras organizativas. Construyendo nuestras propias fuerzas, programas, estrategias y liderazgos vamos a poder tender vasos comunicantes productivos con los sectores más combativos y genuinos de la militancia popular que adhirió al ciclo político anterior. Las opciones frente al kirchnerismo no se reducen a la alternativa «asimilación o sectarismo».

Nada de esto significa que sea conveniente reducirse meramente al trabajo de base o a la lucha social sin aspiraciones políticas. La lucha política tiene su propia legalidad y dinámica y no se resuelve automáticamente por presión “desde abajo”. Pero tampoco puede decretarse a fuerza de voluntarismo. De ansiedades improcedentes surgen vías muertas que, a la larga, postergan, tanto como el conservadurismo sectario, las posibilidades de construir una izquierda que tenga presencia viva en las clases populares. Actualmente debemos combinar el desarrollo de un amplio frente social y democrático contra la ofensiva capitalista (que incluye rasgos crecientes de represión y autoritarismo) junto al desarrollo de experiencias unitarias en el plano organizativo y electoral que sienten las bases para construir la traducción política de las luchas. En eso consiste, en la actual etapa, la construcción de una izquierda popular, que aspire a una política de masas y se vuelva una fuerza real y actuante en la vida de las clases subalternas. «He aquí una misión digna de una generación nueva».

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En nuestra historia reciente, el «progresismo pos-neoliberal» argentino pudo haber sido una experiencia de «reformismo obrero» más parecida a la del PT brasilero que a una reedición del populismo peronista si la CTA en 2002 hubiese respondido más ágilmente a la situación política con su propuesta de construir un «movimiento político» de base sindical como resolvió su congreso de 2002.

Torre, Juan Carlos, «Los huérfanos de la política de partidos revisited» en http://panamarevista.com/los-huerfanos-de-la-politica-de-partidos-revisited/

Rodríguez, Martín, «Moyanismo social» en http://revolucion-tinta-limon.blogspot.com.ar/2017/08/ moyanismo-social.html

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