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México: Elecciones, recomposición de fuerzas en el poder y escenarios de lucha

 

[Por Iván Martínez Zazueta[1]]

El pasado 1º de julio el pueblo de México se rebeló en las urnas. La ciudadanía salió masivamente a votar y le ganó a la maquinaria del fraude, a la campaña de miedo, a la desinformación y manipulación mediática, a las llamadas de odio, a la compra y coacción del voto, a la alteración de urnas, a la intimidación, a la violencia y sobre todo, a la desesperanza. Fue una rebelión electoral que demostró de lo que el pueblo es capaz cuando se moviliza.

El desborde popular -antes y durante la votación- revirtió todas las posibilidades de fraude y obligó a la oligarquía a sentarse a negociar. Tras las múltiples encuestas, sondeos y otras manifestaciones del masivo respaldo ciudadano a la candidatura de López Obrador, que significaban a su vez un eventual levantamiento popular en caso de consumarse un fraude, y tras el contundente resultado electoral (que superó todas las expectativas), las cúpulas empresariales, quienes se habían manifestado anteriormente en contra del abanderado de las “izquierdas” y habían participado activamente en la guerra sucia contra éste, llamaron a encuentros y reuniones de conciliación ante la derrota de sus candidatos preferentes. La magnitud de la avalancha electoral forzó a los poderes fácticos a subordinarse al escenario menos deseable, a optar por el terreno no idóneo a sus intereses. De esta forma, el pueblo logró arrebatarle una victoria a los poderosos en su campo de juego. Sin embargo, fue un triunfo apenas parcial y que el propio pueblo no dirigió.

El voto masivo a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) fue una expresión del hartazgo y descontento social; fue un voto de esperanza, de convicción, de castigo e incluso, de resignación. Fue la forma mayoritaria en la que, en el marco del proceso electoral, la ciudadanía demostró el repudio al actual gobierno y el rechazo a las políticas neoliberales, a la desigualdad, violencia e impunidad reinantes en el país. El acumulado histórico de agravios hacia los sectores populares se vertió masivamente en las urnas y transformó radicalmente la composición de fuerzas político-electorales en el aparato de estado.

A su vez, el triunfo de AMLO fue producto de las luchas y movimientos sociales que le antecedieron. Aunque una gran parte del llamado bloque popular no se sienta representado y hasta rechace su proyecto, la victoria en las urnas es resultado de la acción y omisión de miles de resistencias y organizaciones sociales que a lo largo y ancho del país han enfrentado los embates de la oligarquía y han apuntado hacia la construcción de alternativas al modelo neoliberal. Decimos acción, por una parte, porque dichos movimientos, proponiéndoselo o no, contribuyeron activamente a construir una parte de la conciencia política y del terreno social que abrió las posibilidades del triunfo. Por otra parte, decimos omisión, porque el resultado del proceso electoral fue también consecuencia de su incapacidad por construir una alternativa viable que lograra encauzar el descontento, las esperanzas y las potencialidades sociales y que le disputara el poder a la oligarquía. La victoria electoral es una corriente compuesta de múltiples flujos, directos e indirectos, electorales y no-electorales.

Pero las fuerzas populares no fueron las únicas protagonistas del empuje de la coalición ganadora. Dentro del proyecto del próximo gobierno existen también intereses cupulares, pactos con diversos sectores de la oligarquía y alianzas sumamente contradictorias. Son estas fuerzas las que en el último tramo de la coyuntura han hegemonizado la conducción del arrase electoral y que negocian la transición política hacia escenarios lo más conservadoramente posibles, escenarios afines hacia los intereses que representan. Son estas las que buscan suprimir el protagonismo popular en la recomposición de fuerzas dentro del bloque en el poder y en el relato histórico del triunfo en las urnas.

Esto se nota en las declaraciones que apuntan a la no modificación de las principales reformas estructurales, como la energética y la de seguridad interior, así como el respeto a los contratos con las petroleras transnacionales y la continuidad de megaproyectos y planes como las Zonas Económicas Especiales (ZEE). Ni se diga de las declaraciones del futuro jefe de gabinete, Alfonso Romo, quien promete que “México debe ser el paraíso de la inversión privada”. Asimismo, la insistencia de AMLO en el combate a la corrupción como eje de las contradicciones sociales apunta a dos aspectos fundamentales en la intencionalidad del nuevo gobierno: 1) el no afectar, o afectar lo menos posible, a la base económica del sistema neoliberal y de las empresas transnacionales que operan en el país; 2) el reducir la política social a la redistribución de los excedentes producto del combate a los desvíos y dispendio de recursos en los diferentes niveles de gobierno (México genera tantas riquezas que es posible repartirlas en un porcentaje mínimo, pero considerable, a través de esta vía). Si bien, esto ya de por sí constituye un freno a la voracidad de la oligarquía neocolonial, es apenas un pequeño dique ante la magnitud del saqueo y explotación de las clases oprimidas. El peligro de estas medidas es que la estructura de dominación se reformule para quedar intacta.

Ahora pasemos a analizar los resultados concretos de la victoria electoral.

La victoria de López Obrador fue contundente. La coalición Juntos Haremos Historia (JHH), formada por el partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el Partido del Trabajo (PT) y el evangelista Partido Encuentro Social (PES), obtuvo más de 30 millones de votos, algo nunca antes visto en la historia de México, lo que representó poco más del 53% de las preferencias electorales. Dicha cantidad representa 2.3 veces el número total de votos obtenido por su más cercano competidor, Ricardo Anaya Cortés (RAC), de la conservadora alianza Por México al Frente, que incluye a los partidos Acción Nacional (PAN), Partido de la Revolución Democrática (PRD) y Movimiento Ciudadano (MC), y más de tres veces lo obtenido por el oficialista José Antonio Meade Kuribreña (JAMK), de la coalición Todos por México, compuesta por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), Partido Verde Ecologista de México (PVEM) y el Partido Nueva Alianza (Panal). Jaime Rodríguez Calderón (JRC), el único candidato por la vía independiente obtuvo tan sólo el 5.1% de la votación. López Obrador ganó en 31 estados, exceptuando en el ultraconservador Guanajuato.

La alianza Morena-PT-PES obtuvo también mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso y ganó 5 de las 9 gubernaturas en disputa, así como mayoría en sus congresos locales respectivos[2]. Consiguió además ganar en el 80.2% de los municipios en donde había elecciones locales y se consiguió mayoría en 17 de 29 congresos locales en juego. Esto significa que en ocho estados donde gobierna el PRI, dos el PAN y en uno el PRD, los gobernadores operarán sin mayoría legislativa. De ese tamaño fue la avalancha electoral lopezobradorista. Esta recomposición política le da amplias posibilidades al nuevo gobierno de efectuar transformaciones a la Constitución.

El gobernante PRI fue el gran derrotado. JAMK no logró superar a sus opositores en ninguno de los 300 distritos electorales del país. A su vez, no sólo el candidato priista quedó en tercer lugar, sino también su fuerza política en el congreso federal resultó drásticamente reducida. En la cámara baja pasaría de tener 204 diputados, más los 38 del PVEM y los 12 del Panal, lo que daría un total de 254 curules, a sólo contar con alrededor de 61 espacios en la nueva composición, convirtiéndose en tercera fuerza legislativa. Esto representa una disminución de aproximadamente el 75% del número de sus actuales diputados. En el Senado sólo obtendría 13 escaños, frente a los 55 que cuenta en la actual legislatura.

Asimismo, como lo mencionamos arriba, el PRI perdió la mayoría en los congresos de ocho estados, quedándose sin ningún legislativo local alineado a sus gobernadores. No sólo esto, perdió el control del congreso del Estado de México, el bastión político del priismo y del gobernante Grupo Atlacomulco (incluso perdió ese emblemático municipio, de donde surgió Enrique Peña Nieto). La coalición Morena-PT-PES ganó 41 distritos en dicha entidad y la mayoría de las alcaldías. El PRI tan sólo obtuvo la victoria en un distrito y el PAN-PRD-MC ganó dos. Fue el efecto del peñanietismo.

Así, la ciudadanía derrotó a la mafia del PRI-PAN-PRD y sus partidos satélite, alianza de facto que se cristalizó en el llamado Pacto Por México, el acuerdo cupular encabezado por Peña Nieto con el que se impulsaron las reformas neoliberales de los últimos seis años. La derrota electoral fue un derrumbe de la cúpula partidaria que detentaba el poder, sin embargo, no está del todo eliminada, una parte considerable de la composición de Morena proviene de las filas de dichos partidos, de las deserciones, oportunismos y reacomodos producto de la crisis política.

Finalmente, compartimos algunas reflexiones en torno a los escenarios que con esta elección se abren para los movimientos y organizaciones sociales. Uno de los principales peligros para los sectores populares, organizados y no organizados, es la desmovilización que puede provocar la idea de que la lucha era meramente electoral, que con el triunfo de López Obrador ya se derrotó a la oligarquía. Ganar las elecciones no significa ganar el poder. Las clases dominantes siguen ahí, su poder sigue vigente y operando. La balanza de fuerzas se vio apenas afectada -en el marco de lo que permitió un proceso electoral como este- y, aunque no deja de ser una afectación importante, no es, ni será suficiente, sino todo lo contrario, con la desmovilización se puede revertir lo poco ganado y apuntar a escenarios sumamente adversos.

Otro peligro es la cooptación, que con las dádivas, espacios de acción y concesiones políticas que otorgue el nuevo gobierno a las organizaciones sociales, éstas limiten su rango de acción a lo que defina el poder político, que frenen otras posibilidades de cambio y las reduzcan al marco de lo que aparece como posible. Sería la dominación adoptada y transfigurada por los movimientos populares. Un efecto extra de este escenario es la posibilidad de que el poder reprima, directa o indirectamente, a los movimientos y organizaciones que no se asimilaron a su interior y sus reglas.

Un tercer peligro es que desde las organizaciones sociales se genere un antagonismo abierto al nuevo gobierno, por lo menos en términos discursivos, y esto conlleve, por un lado, al rechazo de buena parte de la base social-popular que empujó la avalancha cívico-electoral (que puede constituir, a su vez, base del resto de las luchas). Esto puede ocurrir con quienes ven el resultado electoral sólo como una confabulación de los poderosos y niegan el protagonismo e influencia del pueblo. Quienes ven todo en blanco y negro y no reconocen la complejidad y las contradicciones de la recomposición política. Pero también, y sobre todo, este escenario puede operar contra quienes niegan la lucha por el poder y por lo tanto, la construcción de una fuerza y proyecto político propios con posibilidades de ganar y ser alternativa.

Este tercer peligro, la crítica sin disputa política, podría conllevar también a dejarle a la parte más conservadora del nuevo gobierno la definición del devenir económico-político del país, ya que dejaría sin armas políticas al pueblo y terminaría arrojando a quienes promueven este actuar a ser cómplices de la ultraderecha, al colaborar indirectamente con ésta.

Si bien, como mencionamos al inicio, la insurrección en las urnas fue una victoria del pueblo, una demostración de su potencial y fuerza, más no así de toda su capacidad transformadora. Fue apenas un fueguito de algo que se puede convertir en incendio. Tanto las grandes movilizaciones como el voto masivo son expresiones del poder popular, de la fuerza colectiva en movimiento, sin embargo, siguen siendo irrupciones sociales de una ciudadanía sumamente atomizada, a la que también se le ha expropiado, en gran medida, su capacidad de organizarse y decidir comunitariamente sobre el devenir colectivo. La tarea es revertir esta condición, multiplicar la organización en cada barrio, colonia y calle; que el pueblo se haga consciente de fuerza mediante la práctica de su capacidad creadora. El reto es que la voluntad popular que hoy se encuentra dispersa y que sólo se unifica como rechazo (en marchas, manifestaciones o en las urnas) se convierta en proyecto popular de cambio. Un proyecto que trascienda lo electoral y lo puramente reivindicativo. Un proyecto que busque la transformación de México desde la raíz. Pero sobre todo, un proyecto que se manifieste en la posibilidad concreta de ganar, ya que la mayor parte de la población que salió masivamente a votar lo hizo porque vio una posibilidad tangible de cambiar algo, aunque ésta fuera mínima.

Apelar al protagonismo popular es tener confianza en nosotros mismos y en nuestra fuerza colectiva. Esa fuerza que hoy puede votar masivamente y mañana puede hacer un levantamiento radical que derrumbe los cimientos del poder en este país.  Desde la Nueva Constituyente Ciudadana Popular apelamos a esto y por ello decimos que la verdadera victoria será donde el pueblo mande.


[1] Integrante del Comité Baja California de la Nueva Constituyente Ciudadana Popular (NCCP)

[2] Ganó las gubernaturas de Chiapas, Morelos, Tabasco, Veracruz y Ciudad de México. Morena también denuncia que hubo un fraude en la elección para la gubernatura de Puebla, donde el ex-gobernador Rafael Moreno Valle busca imponer a su esposa, Martha Alonso.

Esta entrada tiene 3 comentarios

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